Hace 23 años, el 9 de marzo de 1998, el diario El Mundo publicaba una pieza con el título “Ana Orantes no murió en vano”. Es verdad. El brutal asesinato de esta mujer el 17 de diciembre de 1997, a manos de su marido (que la ató a una silla y la quemó viva), consiguió cambiar la percepción de todo un país sobre la violencia de género, poniendo en marcha un ciclo de atención pública y haciendo que ese dolor de las mujeres pasara de la subjetividad al imaginario colectivo.
Porque, por mucho sufrimiento que genere una disfunción, para que se considere un problema social tienen que ser percibido como tal. Y, para eso, hoy día, son imprescindibles los medios.
Hay una fase (la llamada del preproblema) en la que las dolencias afectan a gente pero sólo son reconocidas por algunos como tales. A veces, un hecho significativo (como el asesinato de Orantes) capta la atención periodística y, repentinamente, se produce un aumento de historias sobre el tema. Es este alud de informaciones el que lleva a la sociedad a hacer un “descubrimiento alarmante” de la cuestión. Ahí se fijan los marcos (las etiquetas) que orientarán la percepción de los ciudadanos. Se pasa después a una fase en la que se debaten “los costes de la resolución” y en la que los medios reflejan distintas propuestas. En la mayoría de los casos, inevitablemente, con el tiempo se produce un “declive gradual del interés público” y el tema pasa al olvido (salvo que se dé la “función de recuerdo” de la que ya les hablé).
Ana Orantes no fue (desgraciadamente) ni la primera ni la última mujer que murió quemada por su maltratador. Ni siquiera fue la primera asesinada por violencia machista de ese año. ¿Por qué, entonces, se convirtió en el revulsivo que hizo que los medios cubrieran su causa?
Una de las razones esenciales fue su presencia en televisión. Como apuntan autoras como Gallego, Orantes no fue una víctima cualquiera: fue “creada” para el mundo a través del aparato televisivo. En efecto, recordemos que, días antes de morir, esta mujer había estado en un programa denunciando su situación y exponiendo su sufrimiento. Su testimonio fue puesto y repuesto una y otra vez en los informativos de televisión.
Ana Orantes puso cara, voz y alma al maltrato, y eso la hizo diferente al resto. Su dolor quedó luctuosamente archivado y su asesinato pudo mantener la atención informativa sobre el problema de fondo durante mucho tiempo.
Orantes es ya un icono contra la violencia machista. Tanto es así, que hace poco el 'New York Times' la homenajeó explicando que "su trágica muerte introdujo su historia en la conciencia nacional y allanó el camino para la promulgación de importantes reformas legales para proteger a las mujeres de España".
Esta semana todos los españoles hemos conocido, con horror y con pena, que Verónica Forqué se ha suicidado. No quiero abundar en el luctuoso acontecimiento, más allá de expresar sinceramente el dolor que me produce que se haya ido en estas circunstancias y de trasladar mis profundas condolencias a su familia y amigos.
Pero sí me gustaría reflexionar sobre los paralelismos entre el fallecimiento de la actriz y lo que, hace años pasó, mediáticamente con el caso Orantes (salvando las distancias y siendo distintos problemas).
Apenas días antes de morir, todos los españoles vimos a Verónica en un programa de televisión exponiendo su sufrimiento. Un testimonio que está siendo puesto y repuesto una y otra vez en los informativos y en todos los medios.
Verónica Forqué ha puesto cara, voz y alma a los problemas mentales y al suicidio, y eso la hace diferente al resto. Su dolor ha quedado penosamente archivado y su muerte ha atraído el foco informativo sobre un gran tabú para la sociedad española.
En 2020, 3.941 personas se quitaron la vida en España (270 más que en 2019): 11 cada día, una cada dos horas y cuarto. Las muertes por suicidio triplicaron a los accidentes de tráfico, superaron 13 veces el número de asesinatos y multiplican por 85 los fallecimientos por violencia de género.
El suicidio (que se vincula normalmente con la depresión) es una tragedia que afecta a muchísima gente pero, hasta ahora, sólo algunos la apuntan como tal, porque se ha considerado un tabú. El caso de Verónica Forqué ha hecho que los españoles hagamos un “descubrimiento alarmante” de la cuestión y visibilicemos el tema.
Toca ahora que se asiente como un verdadero “problema social”, que pase a formar parte del imaginario colectivo y que, por tanto, empecemos a tomar medidas y a invertir recursos (de verdad) para solucionarlo.
Dentro de la tristeza y de la desolación que produce tu pérdida, esperemos que no haya sido en vano. Descansa en paz, Verónica Forqué.