Sobre la extraña intersección entre espacio, música y memoria
El anonimato es el arma de los débiles. La invisibilidad, forzada o elegida, permite nuestros ejercicios de resistencia diaria. No es paradójico que nuestra construcción social más compleja, la ciudad, esté cimentada en la posibilidad de pasar inadvertidos en el espacio compartido, en la convivencia sin intercambio. Según el dicho medieval alemán, el aire de la ciudad nos hace libres. Es ése el aire que permite que no rindamos cuentas, la marabunta ruidosa que nos viste de camuflaje.
La libertad de pasar inadvertidos está, no obstante, en las rutinas. Cuando nosotros mismos no nos damos cuenta de nuestros propios gestos. Las rutinas diarias, observó Hannah Arendt provocativamente, dejan poca traza en la consciencia, la gente acaba concibiéndolas como una cosa natural, y por tanto, con un valor neutro. El urbanista Kevin Lynch argumentó, en La Imagen de la Ciudad, que los ritmos con los que andamos cada día son estímulos superficiales que van perdiendo valor a no ser que nos sintamos amenazados durante el paseo, a no ser que algo rompa dicho ritmo.
Es cierto que los paseos anónimos son demasiado habituales en nuestros días y que difícilmente tendrán un sitio en el recuerdo. Tampoco hay espacio en la memoria para el tímido ‘hola’ a un conocido; ni el ‘por favor ponme un cortado’ parece lo suficientemente trascendente. Las pequeñas resistencias de ese anonimato -cruzar un semáforo en rojo- tampoco lo son.
Pero caminar con banda sonora, con auriculares minúsculos o exhibicionistas, es nuestra manera obvia de señalar la voluntad de estar solos. Elegimos refugiarnos en un intercambio asimétrico, en mensajes que no esperan respuesta. Adornamos entornos poblados de gente con acordes menores y nos sentimos reconfortados. Y así, como intuyen Lynch y Arendt, concebimos la escucha y el paseo como superficiales.
Pero hay una intersección compleja entre espacio, música y memoria. Una conexión indeleble entre recuerdos territoriales y las melodías que los abrazaron. Entre las sensaciones marcadas por nuestros pies y los oídos. Entre las texturas de los tejidos urbanos, las caras que los habitan, y los señores americanos que mueven nuestros tímpanos.
Así es como, de repente, años más tarde, en otro continente, el aleatorio suelta una melodía que también sonaba en aquel paso de cebra, justo antes de cruzar en rojo. Es entonces cuando ves la cara del señor mayor al que le dijiste aquel tímido ‘hola’ a la vez que escuchabas el mismo trozo de canción. La imagen superficial y neutra, sorprendentemente, había encontrado una esquinita en la memoria; en forma de pieza musical.
La voluntad de estar solos cruzando espacios concurridos provocará, quien sabe, una reproducción autónoma de aquello que no consideramos en su momento relevante. La resistencia anónima de escuchar música en tránsito puede reconstruir escenarios. Ya no tan neutros, ya no tan superficiales.