En la abundante prosa, entre falsamente posmoderna y locamente medieval, que estamos recibiendo los ciudadanos como un diluvio de improperios y promesas en estos tiempos de política agrietada, se echa en falta que algún partido dedique a la Iglesia católica aunque sea una pizca volandera y mendaz de su discurso fiscal. Cuando decimos fiscal no nos referimos solo a los impuestos más temibles u osados, ante cuyas siglas tiembla el misterio, sino a esas cantidades que van y vienen y por el camino se entretienen. Hablamos de saqueos del patrimonio, exenciones, subvenciones, “dame argo”, visitas papales y otros eventos con foto.
Sabemos más o menos cuánto nos cuesta un obispo y su constelación de trabajadores del apostolado, incluida la explotación femenina, así como también el necesario mantenimiento del patrimonio cultural religioso, incluidas mezquitas y sinagogas monumentales. Pero no estaría de más que los constitucionalistas, entre los que me encuentro, se leyeran la Constitución como lo hace tan aplicadamente en el coche oficial el señor Casado, y propusieran cerrar con hilo de tripa de gato, el más resistente, los costurones por los que se va tanto dinero. No digo yo que cambiemos la Constitución, lo que no es fácil a causa de su blindaje, pero sería sensato dar un repaso a lo referente a la religión y el culto (artículos 16 y 27). Pues con motivo de la endeble y miedosa Transición, nos están haciendo tragar a los ciudadanos patriotas los gastos, no siempre discretos ni caritativos, de los obispos, arzobispos y cardenales, así como sus falacias, en las que son maestros.
Sé que es una impertinencia que en momentos tan tremendos como el que estamos pasando, cuando todo va a cambiar para quedarse en lo mismo, salga a relucir la frivolidad de invocar los destarifos de la Iglesia, estando los partidos de ultraderecha, derecha, derecha liberal, centroizquierda y demás, enzarzados en una rabiosa disputa por ver quién de ellos es más cercano al centro, donde dicen que reside la Utopía. Un centro, por otra parte, escorado por una república de juguete que se va al traste por estribor.
Sacar ahora a colación que en este país anómalo tenemos una iglesia depredadora, parece una broma. Sin embargo, y ya que en las campañas estamos jugando sobre todo con palabras, lemas rancios y banderas de plástico, no estaría de más que algún partido que se diga de izquierdas vaya pensando y diciendo que no sólo nos defraudan Microsoft, la banca, las grandes empresas y las grandes fortunas, sino también la Iglesia católica. Ella, con la suavidad untuosa y tóxica que la caracteriza; las otras, con insigne petulancia.
Salimos del nacionalcatólico Concordato de 1953 entre el Estado español y la Santa Sede para caer en los cinco Acuerdos de 1979, para encajar la proclamación de la aconfesionalidad del Estado por la Constitución española de 1978. Fue un salto de rana antidemocrático y tramposo, que había sido negociado en secreto con el Vaticano por Marcelino Oreja, el ministro de asuntos Exteriores de Adolfo Suárez y el Secretario de la Santa Sede Jean-Marie Villot, y firmado en la Ciudad del Vaticano cinco días después de que entrara en vigor la nueva constitución española. Este enjuague no se llamó Concordato porque la palabra estaba demasiado manchada por los que había firmado el Papa otros tantos con Hitler, Mussolini y el propio Franco. “Acuerdos” era más fino, pero no han traído nada más que ambigüedades y tropelías fiscales, educativas, patrimoniales y otras más sutiles que se cuelan por las rendijas de un país que a estas alturas no debería ser “aconfesional”, sino laico.
A todos parece olvidárseles esto menos a la Conferencia Episcopal, que tiembla bajo las púrpuras cada vez que la lámpara se mueve. No tiemblen sus trinidades, que no va a pasarles nada ni van a perder un euro, visto lo visto. Pero paguen algún que otro impuesto, por Dios bendito, o, al menos dejen de fastidiar dando doctrina sobre cuestiones que les desbordan. Quietos, y denostando temas vistosos de la cultura contemporánea para despistar, se van salvando, pero puede ser que algún partido con auténtica responsabilidad empiece a dar la brasa con los artículos 16.3 y 27.3. Amén.
Es más, muchos ciudadanos y ciudadanas españoles no sólo no somos “aconfesionales”, sino laicos, partidarios de la división de la Iglesia y el Estado. Nos mosquea bastante que políticos de toda la tarta, salvo quizá algún trocito, no sólo no estén por una fiscalidad progresista y razonable, sino que acudan como moscas a cuanto viejo delirio del culto se ofrece, por ver de hacerse la foto compartiendo la piedad y alegría o dolor populares en procesiones, romerías y concesión de medallas. No falta el crucifijo, porque los diversos “centros” temen perder los votos del beaterio que no sabe gestionar el miedo al infierno, carente de paraísos fiscales. Estamos de acuerdo en que no hay que perder un solo voto, de eso van los partidos. Pero, ¿no se le ocurrirá a nadie que en esta nación de naciones también vota un buen montón de gente atea, laica y profana, consciente del circo papista que llevamos siglos padeciendo sin que se haga nada por sacarnos de la idiotez?