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vals para hormigas / OPINIÓN

Arden los valles

17/08/2022 - 

Arde la zona de los valles del norte de Alicante y ni siquiera podemos esconder la tristeza, porque no llevamos bolsillos en el bañador. Tampoco queremos ocultarla. La franja interior de la Marina Alta hacia el Comtat es la contraseña cargada de apóstrofes y acentos abiertos de nuestra identidad, el secreto que otros descubren siempre antes que nosotros, el recurso al que nos aferramos cuando disponemos de unos días para volver a respirar, el papelito con un nombre que nos pasamos de pupitre en pupitre cuando merecemos salir de excursión. Pero también es el asentamiento de una porción de nuestra tarta demográfica, de quienes saben hacer brotar un olivar en un pedregal, de quienes nos sirven de guía para encontrar el mejor camino hacia el Barranc de l’Infern, de quienes se conocen hasta el último rincón de la Cova del Rull, de quienes miran cada mañana hacia la Foradà para atisbar si vienen nubes, de quienes tienen marcado en su GPS interior el punto exacto en el que el verde de la carretera se abre hacia el Mediterráneo, de quienes te sugieren un baño en la Encantà cuando emprendes el regreso. De fincas agrícolas, de hoteles rurales, de pequeños ultramarinos que sirven herberos, huevos y pan de molde, de cafeterías que te recomponen la energía gastada. De quienes lo están perdiendo todo.

Seguramente, todos tenemos historias que contar mientras miramos hacia el norte, mientras consumimos las noticias, mientras hablamos con parientes o amigos por teléfono. Yo las tengo recientes. Un desayuno en Alcalà de la Jovada rodeado de grupos de ciclistas. Un columpio en la Marjal de Pego. El agua que corre hacia Planes. El edificio rehabilitado por una persona en Vall d’Ebo que creía tener las mejores historias que contar. Y, sobre todo, la persona que nos escuchaba hablar y que, sin contarlas, tenía de verdad las mejores historias escondidas con las que me he topado en los últimos años. Porque la zona de los valles no es solo el paisaje que queremos encontrar, sino ese espacio en el que vuelves a saludar a desconocidos, en el que puedes preguntar para distinguir los nogales de cualquier otro árbol, en el que aprendes, compartes, descubres y te sientas a la fresca a que te inviten a formar parte de cualquier conversación mientras a lo lejos, los patos y las ranas discuten a voz en grito.

No sé si es el momento, justo ahora, de preguntarse lo que se podría haber evitado y lo que no. Tampoco es el momento de preguntarse dónde hemos abandonado la lluvia que constantemente estampa sus nubarrones contra el Mascarat. Somos nosotros, siempre somos nosotros, los que descuidamos el mantenimiento de nuestra masa forestal y echamos a perder el mejor clima del planeta. Esta vez no ha hecho falta ni una colilla, ni una innecesaria quema de rastrojos, ni las trizas de una botella de cristal que actúen como lente. Un rayo en una noche sofocante y un viento inquieto y caprichoso se bastan para destruir las montañas y nuestra relación sentimental con ese punto del mapa que siempre queda demasiado lejos de las autovías. Y para detener, durante meses o quizá años, el calendario vital de quienes cuidan, nutren, trabajan, barren y mantenían fresco hasta ahora nuestro mayor pulmón. Solo nos queda confiar en que las brigadas de extinción sepan redirigir, frenar, controlar y extinguir las llamas. Y saben. Y lo harán.

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