VALÈNCIA. Cuando se toma como referente de una época o de un fenómeno histórico una persona, se suele conseguir lo contrario a lo que se busca: ajustar a la persona a los prejuicios que se tiene sobre ese tiempo y no al revés. Lorca es un buen ejemplo de ello: persona, personaje y artista más complejo de lo que se le suele presentar, puede servir para contar tantas cosas de las primeras décadas del siglo XX en España. Y sin embargo, su figura muchas veces se queda en tan solo en una latencia de discurso preconfigurados.
Jesús Martínez Oliva (Murcia, 1969) ha huido de todo esto y ha querido abrazar la complejidad de su figura en la exposición Rosa, niño y abeto. Algunos apuntes entorno a la homosexualidad en la España de los años 20 y 30, que se puede visitar en La Nau de la Universitat de València hasta el 9 de noviembre. El proyecto, comisariado por el profesor Juan Vicente Aliaga, es una propuesta de archivo y de creación que cruza el pensamiento mediático sobre la homosexualidad del principio del siglo XX y lo cruza con algunos reflejos de la vida del poeta granadino.
“Primero vino todo el trabajo de archivo. He estado recopilando información y ese fue el inicio del proyecto. Después ha llegado la oportunidad de hacer esta exposición y ha entrado la creación”, confesaba ayer Martínez Oliva.
Cuatro salas diferenciadas como capítulos (el proyecto tiene hasta ocho, pero estas son las que se verán en València) ponen en evidencia tanto la imagen pública como la experiencia homosexual en aquella España. La primera, claro, es la infancia. Un retrato familiar de los García Lorca intervenido sirve para resaltar la diferencia: las mujeres redondeadas, su hermano y su padre encuadrados; Lorca, en un triángulo similar a la marca que ponían a los homosexuales en los campos de concentración.
El hilo conductor de esta sala es el musgo, una especie botánica que no tiene ni semilla ni flores, símbolo de una de las piedras angulares del rechazo a los homosexualidad; una sexualidad sin posibilidad de concepción ni familia tradicional.
La segunda sala aborda los relatos de la homofobia biologicista. Por supuesto Los estados intersexuales de la especie humana, obra de Gregorio Marañón que señala la homosexualidad como un espacio intermedio entre la masculinidad y la feminidad, y por tanto, como una enfermedad. Pero también La mala vida de Madrid, de Constancio Bernaldo de Quirós y José María Llanas Aguilaniedo, que busca señalar a los homosexuales como criminales urbanos. En el centro, una gabinete de insectos que toma como referencia la metáfora que ya hizo Proust en Sodoma y Gomorra de los homosexuales como insectos. A partir de esta imagen, Martínez Oliva habla de esa pulsión por clasificar, estudiar y exotizar a los homosexuales, pero también de la imposibilidad de evitar que se escapen del encierro.

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La tercera parte, titulada Maricas de ciudad, es una alusión al poema de Lorca Oda a Walt Whitman, que refleja “la homofobia internalizada hacia los homosexuales afeminados”, según relata Aliaga —lo que actualmente llamaríamos plumofobia. Lorca sufrió ese señalamiento desde pequeño y acabo haciendo este poema en el que arremete con la homosexualidad feminizada como reacción, como defensa. Martínez Oliva presenta un tocador como instalación, como reflejo de la feminidad y representa todas las caricaturas que hace Lorca: “Faeries” de Norteamérica, “Pájaros” de la Habana, “Jotos” de Méjico, “Sarasas” de Cádiz, “Apios” de Sevilla, “Cancos” de Madrid, “Floras” de Alicante, “Adelaidas” de Portugal.
Finalmente, la última parte abre la mirada y busca reflejos de la experiencia homosexual en autores contemporáneos a Lorca como Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Emilio Prados o Juan Gil-Albert. Como si fuera un bodegón surrealista, Martínez Oliva se propone dar vida a las imágenes metafóricas en las que estos autores escondían su mirada hacia el deseo masculino. Formas fálicas, dos cuerpos unidos por un cinturón o una espuma como espejo poético del esperma. Otra vez, la creación va unida al archivo; y Lorca siempre presente, a veces como reflejo y otras como síntoma de una época. Y luego, aún les quedaría el horror.