En una de las muchas entrevistas que ofreció el gran Fernando Fernán Gómez, al actor se le preguntó si se consideraba feliz. ¿Feliz yo? ─respondió con su voz de trueno─, ¿pero por quién me toma usted? Polifacético, iconoclasta y tierno en su retranca madrileña, estas palabras del maestro me traen a la cabeza su generación, la de los españoles que podían resistirlo todo menos nuestra gazmoña ansia de felicidad. Dedicaban su tesón a construirse una vida y, mal que bien, chapuza arriba chapuza abajo, lo conseguían. Algunos con insólitas proezas entre tanta zancadilla. Nosotros, sin embargo, parecemos hondamente abatidos, ¿nos hemos metido a mojigatos? ¿O es esta sociedad del individuo y del deseo lo que nos ha minado las resistencias?
No se trata ahora de flagelarnos por una felicidad que no asoma por ninguna parte, pero sí de tomar con cautela a los adalides del pensamiento positivo, que nos hacen sentir culpables por nuestro pesimismo. Ya sería un gran éxito conseguir estar en calma, antes que feliz, y eso asombra a una paciente mía cuando se lo suelto. Su llanto repentino no me deja acabar pero quería añadir que la calma acude si el trabajo es menos precario o se logra una ayuda social; sin esos mimbres ni Caillou, el niño calvo de la familia buenrollista, podría ser feliz (ni siquiera con esa madre exangüe que nunca se cabrea y me pone enferma). En el Día de la Salud Mental, lo primero que me gustaría recordar es que lo que más influye no es el optimismo ni el código genético sino el código postal.
Acabamos de celebrarlo el pasado 10 de octubre. Aquí y allá, los militantes por la causa nos hemos dado palmaditas en la espalda porque por fin estamos bajo los focos. ¿Quién no se alegra de que los mitos caigan, de que se reconozca al disidente, al loco o al que está fuera de la norma? Pero una cosa es el malestar emocional, que a todos nos empapa, y otra cosa es el que padece un sufrimiento psíquico grave, invalidante, y necesita todas las manos tendidas.
Este es el año en que la salud mental ha “salido del armario” y el 10 de octubre se airea más que nunca. Muchas administraciones, sociosanitarias o municipales, se hacen eco. Son más actos que nunca, están más nutridos. Jornadas, encuentros, declaraciones institucionales. Todo por la causa. Participo en un acto del departamento en el que llevo veinte años metida y se habla del tema desde primera hora hasta la tarde. Hay atuendos formales y discursos, batas y zapatillas, fotos que saldrán en la prensa local con las banderas oficiales al fondo. Hay homenaje y ovación. Hablan los catedráticos, los jefes, los pringados, la savia fresca y los pioneros, psiquiatras y psiquiatrizados, familiares con el corazón hecho trizas y gente que saca pecho.
Tabarés acude como Comisionado de la Presidencia para la Salud Mental y cuenta los logros y esperanzas de la Consulta Ciudadana que ha ayudado a crear. De ella han salido varias recomendaciones para que los políticos diseñen y aprueben un nuevo plan. No son opiniones, sino recomendaciones juiciosas, fruto de cuatro jornadas de reunión, formación en materia y votación. Un microcosmos de 70 ciudadanos elegidos por sorteo cívico y que nos representan. El gobierno valenciano costeó su tiempo y desplazamiento desde todos los rincones de la Comunitat para que deliberasen por nosotros. Tabarés cree que se puede rehabilitar la confianza en el sistema democrático a la vez que se levanta una red de atención digna en salud mental. Según Rojas Marcos, el psiquiatra que airea sin empacho tips de autoestima y afrontamiento positivo, sería un optimista de pro, o sea, un hombre blindado frente a la desdicha. Yo sólo sé que empatiza de forma natural con la gente hecha trizas e intenta ofrecer algo a la altura. Ha tenido que vencer muchas resistencias para su plan, empezando por las del despotismo ilustrado, las del “quién puede decirme a mí lo que el enfermo necesita”. También las de quien lleva tanto tiempo pisoteado que cree que nada va a cambiar.
Cuando acabamos todos, las compañeras apagan los focos y la sala calla expectante. Cinco chicos y una chica toman el escenario, todos vestidos de negro, todos graves y enlentecidos por el tratamiento. A dos los identifico, a pesar de las mascarillas negras, porque fueron pacientes míos. El más delgado está soberbio dentro de su polo oscuro y sus zapatillas nuevas, no puedo evitar mirarlo mientras actúa y cruzarlo en mi recuerdo con la cara de su madre cuando gastaba una caja de Kleenex en cada consulta. La obra está inspirada en El Principito y se llama Asteroide B. Es experimental, los cinco se mueven por el estrado con movimientos ensayados, súper atentos, suben los brazos, extienden los dedos, hablan por turnos. Los sigo desde la primera fila y siento que la atmósfera tiene un toque escolar. No quiero infantilizarlos, pero lo hago. El olor de la moqueta, la música, la tensión de sus monitoras bajo el escenario, mi orgullo inflado y mi móvil en ristre me recuerda a los festivales de fin de curso y me siento un poco madre, un poco abuela adoptiva, un poco ridícula. Esto es lo que tiene llevar veinte años en el tinglado. La salud mental es una gran familia y en su Día Mundial nos gusta vernos las caras, montar obras de teatro, saraos, jornadas. Decirnos que estamos al principio de algo, que esto sigue. Decimos siempre las mismas palabras: promoción, recursos, ratios, interdisciplinar. Qué hastío, las palabras. Son como un chicle que perdió el sabor ni se sabe cuándo pero no tenemos otras. Los planes, eso sí, este año vienen con sabor: están presupuestados. Un equipo de la Universidad Politécnica ha puesto euros a todo lo que se necesita, ahora la pelota está en el tejado de los gestores, los cargos políticos.
Tabarés ha traído, pues, algo nuevo. Ha mapeado al milímetro la red de atención y ha traducido su mapa en recursos humanos, los que se exigen, los que nos meterían en el estándar que exige la OMS. Sé muy bien lo que se hace el Comisionado, no suelta su opinión, no nos considera tan poca cosa, lo que quiere es dar pruebas de que se ha dejado la piel. Que ha hecho su trabajo. “Si dijera lo que opino ─explica─, sería un desacato. Lo que tengo que hacer es ganarme el respeto demostrando que yo también he currado”. No sabe otra forma de reunir valor y abrir la boca, le habla a gente que se deja la piel y tolera mucho maltrato, a personas y familias enteras que no pueden confiar en cambios. En el entreacto, el antiguo presidente de la asociación local me cuenta que sí, que todo avanza, pero es dolorosamente lento. Sólo le queda energía para seguirle la pista a su hijo en sus recaídas. Ha pateado muchos despachos, recibido cientos de apretones de manos. “Cada vez que alguien dice vamos a hacer, vamos a pedir ─se lamentaba─, pospone la cosa semanas y semanas. Para esa persona no es nada, para nosotros: un mundo. Una semana es mucho, lo es todo, es angustia”. En cada hora que pasa se juega otro brote, una llamada fatal, una noticia grave de su hijo. En esas horas y días y meses se dan nuevos ingresos, consumos, intentos de suicidio, desgobierno.
Sobre el escenario, Asteroide B concluye. Sigo al que fue mi paciente y no puedo evitar el recuerdo del chaval que era cuando llegó a la consulta y no se parecía al de ahora. Le veo hacer su performance y me digo que al poco del ingreso ya era tan dulce lo conocen las monitoras, que no merecía inyectable y no me pidió el cambio, pero se lo quité igualmente. Confié en que se tomaría sus pastillas y veo que no me he equivocado. “Confiar ─defiende Tabarés─ inyecta salud, confianza. Los políticos nos piden confianza pero ya es hora de que confíen ellos en nosotros”. Esa confianza permite que el chico se mueva sin parecer un robot, vocalice bien, ocupe un escenario, admita nuestros ojos sin un rubor que lo paralice. Le escucho leer sus versos inspirados en la fábula de El Principito. “M ´agradaria que me visitaren altres planetes ─declama─. La flor, eixa flor naix, creix, embellix i mor. I torna a començar, i l ´alegria torna a brotar”