VALÈNCIA.- Astorga suele ser una parada de paso o incluso el inicio de un camino; muchas veces, el que conduce a Santiago de Compostela. Una condición que ha marcado su historia, pues desde hace más de dos mil años es un cruce de caminos por el que ha fluido el saber, la historia y la gastronomía. Una encrucijada entre el Camino de Santiago y la Vía de la Plata que yo misma he hecho en un par de ocasiones.
La primera hace muchos años, tantos, que aquellas botas y aquella mochila que me acompañaron en mi peregrinar ya ni existen y solo me quedan los recuerdos, algo desdibujados, de aquella experiencia. Y la segunda es hoy, en mi viaje por la provincia de León para descubrir nuevos lugares y reencontrarme con otros, como es el caso de Astorga. Dos momentos lejanos en el tiempo que parecen cruzarse cuando pongo mis pies en la ciudad y me encuentro con la primera concha. Como en aquella ocasión, cargo con una mochila, aunque esta vez repleta de cachivaches fotográficos y sin la posibilidad de sellar la credencial.
Es un cruce de caminos ya desde la Hispania Romana, aunque a veces nos olvidemos de Asturica Augusta y solo recordemos a Tarraco, Emerita Augusta o Saguntum como ciudades importantes de aquella época. Al menos yo, de ahí que decida comenzar mi visita en el museo romano La Ergástula y explorar la ciudad a través de la ruta romana de Astorga —la entrada combinada son cinco euros—. Un pasado cuyo origen está precisamente en el foso que tengo ante mí y que formaba parte del sistema defensivo del Campamento de la Legio Decima Gemina, aunque también está presente en otros lugares que visito, como las Termas Menores, el templo de Aedes Augusti y los restos del pórtico de la zona sur Foro. Donde más disfruto es atravesando el sistema de cloacas romano, que ha permitido conocer el trazado urbano de la antigua Asturica Augusta. La ruta finaliza en el museo romano, construido sobre una galería abovedada de la época romana y que exhibe objetos (monedas, joyas, cerámica…) que se han ido encontrando en las excavaciones. Pese a su nombre —la ergástula es una cárcel romana, generalmente de esclavos— es poco probable que el museo ocupe una antigua ergástula.
Ya a mi aire, accedo a la plaza Mayor y me detengo bajo uno de sus pórticos. La plaza rebosa vida, con las terrazas de restaurantes y bares repletas de personas tomando algo y los niños jugando para pasar el rato. Es el punto neurálgico de la ciudad, al igual que lo era hace dos mil años, cuando aquí estaba el foro romano y la vida transcurría en él. Una pareja se levanta, y rauda, cojo su mesa, mirando al ayuntamiento y a los autómatas del reloj, Colasa y Juan Zancuda, que vestidos de maragatos marcan las horas desde 1748.
Los secretos de la catedral
Quedan veinte minutos para que marquen la una del mediodía, así que me entretengo leyendo sobre los maragatos mientras tomo algo. No llego a ninguna conclusión sobre su origen pero sí que hasta finales del s. XIX los arrieros y comerciantes, casi nómadas, fueron los encargados de transportar y comerciar con sus mulos pescado seco, jamones, chacinas, jabones… Y bueno, que Astorga forma parte de la Maragatería junto a Brazuelo, Lucillo, Luyego, Santa Colomba de Somoza, Santiagomillas y El Val de San Lorenzo.
Colasa y Juan Zancuda no son los únicos maragatos que me encuentro. En lo alto de la catedral de Santa María de Astorga está Pedro Mato, que recuerda que la urbe fue la primera en resistirse a los franceses durante la guerra de la Independencia. Según cuenta la leyenda, un soldado del ejército napoleónico disparó a Pedro y le dio en un dedo, que salió volando para impactar —casualmente— sobre el tirador, que murió en el acto. Hay otra curiosidad más allá del color rosado de una de ellas: sus dos torres son gemelas pero no contemporáneas. Esto es así porque la de la derecha sufrió los daños del terremoto de Lisboa de 1755 y se terminó de reconstruir en 1965 y la de la izquierda, la rosácea, se finalizó en 1704.
* Lea el artículo íntegramente en el número 91 (mayo 2022) de la revista Plaza