VALÈNCIA. Auambabuluba Balambambú fue la primera historia oficial de la música pop. Estaba escrito con ritmo, vehemencia, entusiasmo y mala leche. Su autor, el periodista Nik Cohn, afirma en algún momento que “el rock no tiene ni principio ni fin porque es el pulso de la vida misma”. Cuando habla de Connie Francis, el autor dice de ella que hizo rock “pero siempre se las arregló para hacerlo sonar como recién rociado de insecticida”. De Tommy Steele, primer icono pop británico hecho a figura y semejanza de Elvis escribe: “Era todo pelo y todo dientes. Las personas mayores lo miraban sin sentirse ofendidas”. Para Cohn, el mito de California amplificado por los Beach Boys –surf, coches, chicas en biquini, olas deslumbrantes, sol a todas horas- es ante todo la fantasía que cultivan aquellos que viven entre el asfalto y el cemento de las ciudades. Para él, los Beatles triunfaron porque eran “rudos, ensordecedores, poco maduros, pero realmente divertidos. Por lo menos eran los primeros que no imitaban a América, sino que sonaban como lo que eran, clase obrera de Liverpool, y esto era lo que les daba su fuerza”.
Cohn se pasó 1970 encerrado en una cabaña para escribir un texto apasionado, tan efervescente como los veintidós años que tenía el autor cuando lo redactó, donde la pasión y la agudeza se chocan entre sí. Leído medio siglo después -acaba de ser reeditado en castellano por La Felguera-, Auambabuluba Balambambú, a pesar de las opiniones erradas y las previsiones no cumplidas, mantiene su vigencia. Sobre todo, en las explicaciones y observaciones de todo aquello que ocurrió entre 1954 y 1970. Cohn logró atrapar la esencia de una nueva forma de música popular que cambió tantas vidas e incluso estuvo llegó a cambiar nuestra manera de relacionarnos con la realidad. Acertó de pleno al afirmar que “el pop es efímero por naturaleza, debe cambiar constantemente para sobrevivir”, porque sí, en eso estamos desde entonces sin saber nunca hasta dónde llegará, ahora menos que nunca. Para él, los Stones “existieron para tener éxito en un momento dado y luego desaparecer. Y si les queda algún sentido de la elegancia, se matarán en un accidente aéreo tres días antes de cumplir los 30”. Sustituyamos el accidente mortal por una retirada a tiempo y sí, ¡viva Cohn! Ojalá hubiesen dejado de hacer música después de Exile on Main Street, ojalá la gente se dé cuenta de que ya no tiene sentido seguir refiriéndose a ellos como sus Satánicas Majestades.
Al igual que los Stones, la música pop hace mucho tiempo que dejó de resultar subversiva. Su objetivo ya no es el de resultar vibrante, hoy en día, lo que le produce escalofríos al público son los carteles de los festivales, no las canciones De alguna manera, Cohn intuyó lo que iba a ocurrir y nos prevenía sobre ello: “El pop acabó por ser una copia de una copia”. Lo que en 1970 a él le parecía la copia de una copia es, en 2022, un callejón sin salida. Pero cuando volvemos al principio de todo, a los años cincuenta, a lo que él describe como una música muy sencilla llena de agresividad y ruido, fuerza, novedad, con letras que no son más que una sucesión de eslóganes rayando casi el despropósito, lo explica de esta manera: “Y no era por tontería o por incapacidad para hacer algo mejor, sino que construían una especie de código teen, casi un lenguaje cifrado que hacía del rock algo totalmente incomprensible para los adultos”. Los que se rasgaban las vestiduras cuando sonaba el famoso aullido auambambuluba balambambú sin duda apaludirían que sus bisnietos pierdan los nervios cuando escuchan aquello de “te quiero ride, como a mi bike, hazme un tape en modo spike”.
El libro de Cohn nos recuerda que la música pop nació porque había un nuevo mercado que alimentar: el de los teenagers. Fueron la primera generación que entendió, una vez terminada la II Guerra Mundial, que no había venido al mundo únicamente a trabajar, luchar y morir en alguna guerra y, por lo tanto, reclamaron tener sus propios símbolos y alrededor de esa necesidad, se erigió una industria. Todo parece apuntar que la hegemonía anglosajona se está acabando y eso no hace sino aumentar el valor de este libro, lleno de datos que nos dan la claves acerca de muchas cosas. Es de una subjetividad que a veces molesta - ¿Qué tiene de malo la música de Richie Valens? ¿Por qué no destaca el hecho de que fuera el único artista latino haciendo rock? -, pero nunca lo suficiente como para no seguir leyendo. El autor no esconde sus preferencias y apuesta fuerte cuando enseña sus cartas. El tiempo ha cimentado la enorme importancia de los Beatles, cuya evolución musical no le entusiasma en absoluto, porque lo que Cohn quiere es electricidad: para él, el pop solamente es útil si te crea un cortocircuito en la cabeza, todo lo que no sea eso es discutible. Una pena que su texto no llegara a analizar fenómenos como el glam y el punk, la música disco –que él mismo ayudó a lanzar con un artículo que dio pie al guion de Fiebre del sábado noche- o el tecnopop. Para él, la música pop estaba moribunda en 1970 y todo lo que sucedió después no fueron más que resurrecciones siempre breves, porque como el propio Cohn asegura, el pop solamente conserva sus poderes reales durante unos pocos años, luego se desinfla, se marchita o desaparece. Pasó con el punk, con el glam, con The Smiths y con Ramones, quizá también con Billie Eilish.
Auambabuluba Balambambú es un libro viejo, pero sigue conteniendo muchas verdades. Y es muy divertido. Sus páginas te queman las yemas de los dedos. Hace reír, ilustra. Con imágenes impagables (“Spector mirando desde su cabina y lanzando rayos. Añadiendo más ruido al ruido, explosión sobre explosión”) y conclusiones aplastantes (“La fórmula básica del rock: Búscate algo que haga temblar a los adultos en las manos un éxito garantizado”) En estas páginas está el origen de todo aquello que los fans del pop contemporáneo disfrutan y persiguen, también su verdad y sus errores. Sigue siendo un punto de partida desde el cual analizar el pop actual.