“Hay gente que sólo sabe estar mal cuando todo está bien ─suelta Rafa, sin esforzarse demasiado─, y se pone bien cuando todo está mal”. Hablamos de mi paciente estrella del día. Es una abuelita pelma que hoy me ha sorprendido gratamente y se lo cuento antes de volver al hospital para atender a tres suicidas. Juana está de maravilla desde que toma Mediviolín. “Las sacan en la radio, doctora, y todas dicen que van muy bien. No escucha Usted la radio, claro, no tiene tiempo”. Medeviolín es un compuesto vitamínico que ella ha bautizado así y se queda muy pagada cuando lo consulto en google y le digo que no chocan con el resto de pastillas. Se pone tan contenta que confiesa lo de sus bailes: baila mientras cocina, cuando nadie la ve, y no había bailado desde que era joven.
Yo ya no bailo, estoy esperando a la edad de Juana. O al Mediviolín. Pero pienso en ella de camino al hospital cuando toqueteo Spotify en busca de los Cure o de Bowie y acabo con el volumen al máximo. Pienso en lo que vale una cabina de un coche, las veces que las mujeres lloramos o divagamos o cantamos a voz en grito frente al volante. En la vida que se empuja detrás de cada parabrisas. Madonna me hace bailar con disimulo en los semáforos. Prince me recuerda que no he ido a una discoteca en mucho tiempo. Me trae el mismísimo olor de la moqueta en Distrito 10, los ambientadores y el humo. Aquella lejana insuficiencia de los quince. Aquél rubor y aquél deseo tan loco de taparse y a la vez de ser mirada. Con George Michael decido dos cosas. Uno: reclutaré a mis amigas para emborracharnos juntas en cuanto se pueda. Y dos: voy a tirar a la papelera todo lo que había escrito para el Bitácora de esta semana porque era un puro lamento. No soy como Juana. No me pongo bien cuando todo está mal. Pero tengo que vigilar de cerca mi papel de víctima.
No necesitamos más letanías, necesitamos aprender a estar dentro de esto. Desde hace unos días intento espigar las historias sorprendentes del día, como la de esta señora que baila entre sartenes y sofritos. Hay un puñado de cosas hermosas que suceden todos los días. La cafetería del hospital todavía no es sala Covid. Llevamos la primera dosis de la vacuna encima. El grupo de paseo saludable que hemos activado en el pueblo funciona y crece, los contratos de psicólogos y trabajadores sociales también. Luis Márquez, un colega que fue residente con nosotros, reclama en los medios locales recursos para el teletrabajo. “3500 sanitarios estamos aislados en este momento ─explica─, muchos por contacto, asintomáticos o con síntomas leves” Pide que se le habilite el acceso informático para echar una mano.
“Pagamos las navidades ─le digo a una compañera─, en cuanto nos alejemos de diciembre esto tiene que bajar”. Sonríe y calla. Le explico que ya no espero nada de los políticos ni los ciudadanos. Viven en otra esfera. Y lo mejor es que ya no siento ira, lo he aceptado. Me mira con escepticismo cuando lo digo, pero sonríe. Ella me ha cuidado estos días. Me subió unas cuantas empanadillas a la puerta del despacho mientras estuve a la espera de mi PCR, que por fin fue negativa el sábado. Todos se pegaban a la pared cuando se cruzaban conmigo en las escaleras, pero lo hacían con un disimulo tierno. También caemos en descargas estériles de pasillo, nos peleamos con amargura entre nosotros, racaneamos. Siempre queda un mando superior al que apuntar la ira.
No estamos demasiado centrados estos días pero hay que convivir con ello. ¿Quieres saber si estás nervioso? Intenta quitarte un polar de talla justa con la doble mascarilla puesta. Cuando vayas a pescar la quirúrgica aplastada dentro de una manga te dirás ¿dónde narices tengo yo la cabeza? Mi amiga Sara Strobl me cuenta que confundió el carrito en el súper y se llevó hasta la caja el de una señora. Sabe que me hará reír y me lo vuelca en un audio, es su forma de intentar que no me sienta sola con mis pequeñas catástrofes.
Estos días busco el satori, la apertura de la conciencia. Mi hermano estuvo a punto de naufragar en el Cabo de Hornos y me ha hablado muchas veces de ello. Rompieron el palo, 90 nudos y olas de 15 metros, “no te podías poner ni de pie, a rastras por la cubierta como si te dieran en la cara con un carcher, el ruido de los hierros y nada más, imposible darse órdenes a gritos”. Pensó en los samuráis, que luchaban en un estado vacío, en todo lo que había leído de ellos. El tiempo se había parado y una voz interior le decía “todo está bien, no pasa nada, aunque muera: yo voy vacío, sin expectativas, sin recuerdos”. El ego ahí no pinta nada, me ha recordado estos días, ya no tienes un pasado, eres una conciencia muerta en un cuerpo vivo. Y poco a poco la concentración volvía, “a gatas, de memoria, conoces cada metro de la cubierta, dónde el winche, dónde la maneta…” El remedio contra el bloqueo que levanta el miedo es ir al grano, a la cosa que da en la cara y enlaza con la siguiente. “Tienes miedo de esa tempestad como si fueras a tragarte ese inmenso mar ─nos recueda Epícteto─, pero dos pintas de agua te bastan para ahogarte”
La inmensidad del cosmos es otra forma de diluir la angustia y reducirla a un hilo; recordar nuestra banalidad cura de maravilla. Hay descripciones precisas del universo en la cosmología física, pero yo prefiero pensar que soy una mota de polvo en el Bahamut. Según la antigua versión persa del cosmos, este pez inmenso sostiene la tierra y “todos los mares del mundo, colocados en una de sus fosas nasales, serían como una semilla de mostaza puesta en el desierto”. Al estilo de las enumeraciones borgianas, la Tierra está sostenida por un buey que está sostenido por el Bahamut, que nada en un océano cósmico, que cabe en un tazón que se sienta sobre un ángel. Me encanta sentir ese pequeño vahído que provoca el infinito cuando se dibuja con la imaginación. Me libra de mí misma. “Nadie ha visto nunca el Bahamut ─describe una canción─, algunos piensan que es un pez, otros que es un cuerpo desnudo. Todo lo que sabemos es que el solitario Bahamut flota infinitamente sobre el tiempo y el espacio. Con todos nosotros, y todas las cosas, suspendidas en una sola lágrima de su ojo”.