Cuánto nos queda por aprender de los franceses. Cuánta ventaja nos llevan, por ejemplo, en autoestima y en proyecto de vida, conceptos que nosotros, bastante improvisadores y saltabardales, consideramos excesivamente abstractos mientras ellos los defienden hasta las últimas consecuencias. Tanto es así que los bailarines de la ópera de París, heridos en lo vivo, nobilísimamente indignados, han ido a la huelga —cancelando 45 espectáculos y generando unas pérdidas cercanas a los 12 millones— tan pronto como han sabido que se les acaba el chollo de la jubilación a los 42 años.
Es un gesto de amor propio que les honra, y que deja en evidencia el silencio bochornoso que los indolentes meridionales guardamos cuando se oye, próximo y terrorífico, el retumbar de una vida laboral septuagenaria. Montones de galos colapsan las calles cuando peligran sus excelentes condiciones de trabajo; dan una importancia capital a lo suyo; persiguen sus metas y conservan sus logros; no se dejan llevar, como nos dejamos los griegos, los italianos y los españoles, por la galbana ontológica, por esa mixtura infame de pereza, inercia y resignación que nos caracteriza.
Véase, a título de prueba, la pundonorosa y expeditiva reacción de los integrantes del ballet parisino cuando han sabido que les obligarán a dar saltos y hacer puntas más allá de los 12 lustros. Una prueba fehaciente de la importancia que dan a su arte, a su valiosísima labor en pro de la cultura y, por tanto, de la sociedad. Como decía una de sus primeras bailarinas: “algunos tenemos ya lesiones crónicas a los 18, e incluso a los 16 años: no podemos bailar durante seis décadas”.
Eso en Francia se comprende, pero aquí no. En España resulta inverosímil que un bailarín se retire a los 42, como si fuera futbolista. En España un bailarín, como un patinador, un gimnasta o un trapecista debe seguir ganándose la vida más allá del arte; debe aceptar un puesto como entrenador, como utillero, como taxista o —se han dado casos— como peón de obra. Cotizar hasta la edad reglamentaria como cualquier hijo de vecino. Claro está que aquí somos unos brutos, unos zopencos, un hatajo de zafios y palurdos absolutamente faltos de sensibilidad e incapaces de concebir la dimensión pasiva del arte; aquí no hemos llegado adonde se debe llegar para entender que un artista del físico se abandone a la molicie cuando el organismo ya no da para más; aquí los alifafes únicamente indican el momento de buscar otro empleo.
Quizá nos conocemos demasiado. Quizá tememos que, si alcanzamos unas condiciones parecidas a las francesas, proliferen desorbitadamente los artistas de todo tipo. Quizá los bárbaros, en el fondo, han estado la mayor parte del tiempo en el sur. Quizá debiéramos revisar el concepto de bárbaro; ponderar si un destajo setentón es más o menos bárbaro que un ocio anticipado. Quién sabe. Nos enfrentamos a un enigma que se adentra en el arcano de lo insondable, aunque siempre habrá quien se disloque la sesera intentando resolverlo. Los bailarines franceses tienen muy clara su postura; y cabe suponer, por extensión, que también la tengan los atletas, los acróbatas, los funambulistas y la variada, numerosísima, multitudinaria trulla de saltimbanquis ultrapirenaicos: explotar sus habilidades corporales hasta que los achaques impongan la retirada. Pero deberán hacer sitio en el saco de la sopa boba, por vía de coherencia, justicia y similitud, a los albañiles, los agricultores, los pintores y los braceros de cualquier condición, cuya tarea, si no es artística ni delicada —cosa que todavía está por ver—, es tan extenuante o más que todos los plié y los relevé. Quiere decirse que igual se desloma un vejestorio brincando en El cascanueces que descargando sacos de cemento; que tan carne de hernia discal es un bailarín como un esportillero.
El ballet francés pide respeto; exige reconocimiento; quiere seguir jubilándose pronto. Es posible que tanta contorsión, tanto forcejeo, tanto estiramiento, tanto ahogo, tanta deshidratación, tanta fatiga y tanta uña rota les hayan provocado cierta deformación perceptiva, cierto alabeo mental bajo cuya influencia consideran lo suyo tan imprescindible como lo del cirujano, que también sufre largos años de gimnasia intelectual hasta que logra dominar su materia. Por eso quieren retirarse a los cuarenta. Sin embargo, allí como aquí, la figura del pensionista prematuro no será viable hasta que la humanidad recupere su equilibrio y su razón, hasta que los cirujanos cobren como futbolistas y los futbolistas como cirujanos. De modo que los bailarines franceses tendrán que acostumbrarse a seguir trabajando cuando acaben los brisés, los croisés y los entrechats.
La cuestión es que, según se mire, la huelga del ballet galo deja en evidencia el conformismo del asalariado español o manifiesta el grave cataclismo social que sufre la nación vecina.