VALÈNCIA. Una bolsa de patatas fritas, cuatro mandarinas y un tomate de El Perelló. Total a pagar, 4,37 euros. Esto es lo que he abonado en una tienda de ultramarinos. Había estado tres o cuatro veces antes. No volveré.
Decía Antonio Catalán, fundador de las cadenas NH Hoteles y AC Hotels, que el peor cliente no es el que protesta sino el que, después de pagar, decide no volver más a un negocio porque se siente timado.
Ese cliente he sido yo esta mañana.
Los chicos de la alcaldesa me han dejado dos mascarillas en el buzón. No las he recogido.
Leo que la crisis del coronavirus ha destruido 142.000 negocios en marzo y abril. En televisión una mujer llora mientras recoge las mercancías de su tienda que acaba de cerrar. Sin empresas ni trabajadores, el Estado del malestar no se sostiene. Cada día llegan avisos de los ricos europeos del Norte. Preparan el camino. El maniquí, tan soberbio por estos pagos, hincará la rodilla como hicieron Zapatero y Rajoy.
Lo que me temía ha sucedido. De nada sirve anticiparse a los fiascos si no puedes evitarlos. El señor Casado —por el momento líder de la oposición— ha decidido que su partido se abstenga en el debate sobre la cuarta prórroga del estado de excepción. Ha hecho lo de siempre: protestar y ceder al final.
El debate en el Congreso me ha traído a la memoria el Don Juan Tenorio de José Zorrilla. Como en aquel drama decimonónico, el más representado en la historia del teatro español, otra doña Inés se deja seducir por un Lucifer con despacho en la calle Ferraz de Madrid.
Doña Inés Arrimadas ha arrimado el hombro para salvar a este don Juan Tenorio (el presidente maniquí) en perjuicio del país que asegura defender. Iba de negro en señal de luto por el centrismo español. Curioso que su partido, el partido de los liberales, avale prorrogar la suspensión de libertades y derechos.
Que se olvide la dulce doña Inés de la redención de su don Juan pues ha dado pruebas suficientes de ser un hombre soberbio, cruel e incapaz de arrepentimiento.
En Alemania e Italia la gente se manifiesta en la calle en contra de los recortes de libertades y derechos acordados por sus gobiernos. Los jueces les han dado la razón. Aquí, donde rige una dictadura con fachada constitucional, la mayoría de los magistrados callan. Algo se mueve, no obstante. El Tribunal Constitucional se aviene a estudiar la constitucionalidad del decreto del estado de alarma.
Hoy ha vuelto a subir la cifra de muertos. Sube y baja.
En el supermercado la pescadera y una clienta coinciden en algo: ahora que el número de infectados se ha estabilizado en la Comunidad Valenciana, hay que impedir que vengan “los de fuera” a contagiarnos. Se refieren a los madrileños y los manchegos, aquellos malvados de los que vivía el turismo hasta hace sólo tres meses.
Hablando del turismo y de playas, sigo los diarios de Iñaki Uriarte con delectación. Para mi alegría constato que es un enamorado de Benidorm, como yo.
En la página 45 escribe: “Agosto en Benidorm. Es bueno tener un lugar del que siempre vuelvo mejor de lo que fui”.
En la página 63 apunta: “Estuvimos otra vez en Benidorm, una semana. De nuevo muy bien. Allí me siento siempre despejado y tranquilo. Sin hacer casi nada. No sé qué pasaría si estuviera una temporada larga”.
Begoña padece el síndrome de la cabaña. Tal síndrome lo padecen las personas que temen salir a la calle en situaciones anómalas como esta. Puede permanecer en casa hasta siete días. Hoy ha bajado la basura, toda una proeza. Es la repera la tía.
Nunca he comprendido a las mujeres, pero a esto no le doy demasiada importancia. Yo tampoco me entiendo con relativa frecuencia y no le pido cuentas a nadie.
En la novela Pabellón de reposo de Cela, un personaje tuberculoso y enamorado confiesa que los hombres y las mujeres pueden amarse, odiarse y desearse pero nunca comprenderse. En mi modesta opinión, Cela tiene razón. Además, un hombre y una mujer no pueden ser amigos, salvo raras excepciones.