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COVID-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 50º)

7/08/2020 - 

Rocío se queja porque el gallo la ha despertado. Su padre se resistía a cerrar la ventana y su canto ha entrado cristalino y punzante. La niña no sabe celebrar amaneceres, yo tampoco, pero me acerco a la edad en la que esta destreza se impone. El animal lanza ráfagas, nos ilustra Rafa en el desayuno, diez o doce a las siete y luego otras tantas a las siete y media. 

Mas de Caret es una casa rural plagada de animales (pavos, gallinas, tres cabras, dos perros y un pony, Dakota), tarritos de artesanía y rincones tranquilos. Las horas zumban despacio bajo una nube de esencias (un huerto de plantas aromáticas y otro de verdura). Todo es ecológico, hasta el hidroalcohol que nos recibe a la entrada. Necesitábamos un agosto de moscas y quitamoscas, macetas de lavanda con mariposas y rumor de hojas frutales. Los caprichos del coronavirus nos han permitido al fin este ritual de verano. Miro cómo el viento juega con las tiras de la cortina que insinúa el valle y me siento privilegiada, esa ondulación lenta y caprichosa es todo lo que retengo en las manos. 

Intento seguir a Byung Chul Han. El coreano ha publicado un nuevo librito de incisivos consejos para atrapar el “aroma del tiempo”. En La desaparición de los rituales deja pistas sobre cómo sobrevivir este agosto sin fiestas populares. “La presión por consumir se lleva por delante el juego y las narraciones ─pese a que uno diría que se juega y se narra más que nunca─, a la vez que se contamina el concepto de reposo”. El pensador propone también la vuelta a la poesía, por eso me traigo a Chantal Maillard y La Mujer de pie: invita a capturar lo impreciso, que tanto nos nutre.

Viajamos en grupo y abrimos el bosque en fila ordenada, sudamos las cuestas, nos dejamos arañar las pantorrillas. Luego nos tumbamos abotargados para catalogar formas de nubes o constelaciones nocturnas. Intentamos olvidar los meses duros y remplazarlos por los sonidos que nos envuelven (el metrono de las chicharras en el bosque, la respiración del valle, los moscones que cruzan la habitación y activan el hocico de Noa). He inventado una historia futurista en la que los Sapiens conviven con los Neandertales y los Homo Erectus y la comparto en la sobremesa, pero sólo a David le entusiasma. A veces la charla se apaga y todos los ojos están en Noa y sus batallas con una piña o con un hoyo en la tierra. Jugar. Narrar. 

Agosto aplasta mis movimientos y trascurro sonámbula en las excursiones que hacemos al pueblo o las pozas. Le echo la culpa al calor. El bochorno condensa el aire, me hace caminar contra una presión de agua quieta, de arena hasta los tobillos. Cuando el grupo se afana en el bar del pueblo o con los bocadillos busco la sombra de un recodo (una fachada de piedra Farena o un pino sin insectos), un sueño espeso, de pantalla velada, me gana enseguida. Dejé el centro de salud el viernes pasado y me sentía como un neumático rajado. La enfermera se despidió con muecas a las tres porque yo seguía imantada al teléfono, hacía ademán de echarme pero enseguida me dio por perdida. Ahora esta escena me visita y se cuela entre las líneas de Thomas Mann, no quiero que los doctores de Berghof se enteren, descubrirían una tara. Juego a vivir atrapada en La Montaña Mágica

Hago huelga de móvil para avanzar en el libro pero el meme de una compañera se me ha colado: una enfermera pide civismo a la población porque estamos “físicamente exhaustos y emocionalmente tocados”. Me pregunto si yo también estaré tocada. “¿Y, dice, pues ─inquiere el doctor Krokovski al protagonista en La Montaña Mágica─, que no va a necesitar ningún tipo de tratamiento médico, ni físico ni psíquico?” Líneas antes he conocido que el médico es “diseccionador de almas” y, a su encuentro, la broma ha tomado tintes de escalofrío. Thomas Mann introduce con sutileza la inminente mutación del visitante en residente, bordeando lo fantástico. Leo el capítulo y pierdo la mirada en la ondulación violeta de las cimas que cierran el valle, ¿quedaré yo también atascada en las montañas de Prades? Puede que no me encuentre bien. Puede que, siguiendo al siniestro Krokovski, sea imposible dar con “un hombre enteramente sano”, y menos aún desde la sacudida que sufrimos en el mes de marzo. 

Estos meses me exigí el rendimiento de una máquina. Pero no soy infalible ni ajena al agotamiento, ni siquiera me parezco a un algoritmo de respuestas médicas (como a menudo se pretende). Mis lapsos de recarga implican repensarme a mí y a los que me rodean; implican juego y narración, imaginar otras vidas, otros oficios o épocas. Me vuelve el pensador coreano con su denuncia del régimen neoliberal, que “totaliza la producción, acapara incluso el reposo degradándolo a tiempo libre”. Mi móvil está en tiempo libre cuando lo enchufo a la red; yo estoy de reposo, por eso viajo sin moverme, salto, me transporto. Nos recibe Teresa y quiero ser ella, aprender su catalán cerrado, su ímpetu, sus madrugones y su dominio con la crema de remolacha; deseo invernar bajo las vigas de su salón con ventanales al valle. Visitamos Valbona de les Monges y enseguida me siento a gusto en el siglo XII, copiando códices o partituras, refugiada de la barbarie medieval y equilibrando el ora et labora en la prodigiosa botica del monasterio. 

Muchos compañeros me hablan estos días de colgar las batas blancas. Colegas que han cerrado sus privadas, médicos de familia que aspiran a otra especialidad, internistas que desean repetir el MIR para elegir derma y limitarse a las cremitas de corticoides. Me sorprende el énfasis con el que especulan porque el brillo en sus ojos es antiguo en mí; llevo veinte años fantaseando con un cambio de oficio que nunca se materializa. Es mi rumiación favorita en agosto. Con el tiempo he comprobado que sólo se trata de gimnasia mental, una sana forma de sacudirse el cansancio, de mudar la piel, vaciarse y dejar espacio para un nuevo año de calamidades. 

“Debería prescindir de sus lecturas, señora…”, me alecciona Krokovski con paternalismo. Prescribe curas de sueño y tiempos muertos. Como a Alonso Quijano, me esconderá los libros. Soy Hans Castorp y soy Maillard, soy Byung Chul Han y hasta la pantalla muda de mi tablet, que pongo a cargar y parpadea interrogante. Me pregunto si ella también urdirá historias durante el tiempo que le lleva llenar la batería. O si, por el contrario, a los humanos deberían concedernos algo más que un mes de desconexión y recarga. Intermedios en los que investigar, aprender y desaprender, tratar el alma como a un pulmón que pide flujo de aire limpio, entradas y salidas.

Soy buena paciente y obedezco al doctor, cierro mi Kindle. La tarde se acuesta en la pendiente boscosa y Teresa llama para cenar: ensalada de flores comestibles, bacalao y espiral de yogur amb figues. Las velas en la mesa dan un toque de encanto en la penumbra perfumada, Rafa sacará la noticia del rey emérito, David y Manolo inflamarán el debate sobre la Constitución que no votamos y la sobremesa será larga. En algún momento Amparo citará a un sociólogo alemán y Reme, con su sonrisa soñadora, apuntará que parecemos actores de una película francesa. Somos actores de una película francesa. Cuando la noche se cierre y me deslice bajo la colcha con Noa enroscada a los pies, Chantal Maillard me dará el empujón final para dejarme atrás, no ser yo, sólo conciencia. 

“Hay que procurar que el mí se duerma para que las cosas encuentren sus pasajes”. 

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