Un tipo se yergue en el borde del terrado y mira al vacío. Lo descubro desde el pasillo de medicina interna, de camino a mi unidad, y pronto compruebo que nadie lo atiende, nadie se escandaliza: no es un suicida. Su casco azul y su arnés desmienten la posibilidad de un drama vertical. Respiro. Un hospital que arregla su fachada en septiembre no debe de estar colapsado.
Cojo aire. Me sienta bien formar parte de esta gran colmena, espío de reojo el pasillo de la planta y no doy con parapetos, cintas rojiblancas ni señales de no pasar. Nadie trastabilla nervioso envuelto en celofán; los zombis no han despertado. De momento.
Me meto en el despacho de médicos con una amplia sonrisa. Ahora es cuando las compañeras me dirán qué tal las vacaciones, qué buena cara, pero nada de eso sucede. Son dos psiquiatras de refuerzo y una enfermera especialista, no las conozco apenas. Nuevos fichajes, jóvenes y tersas como flechas. Resuelven con sobriedad como azafatas de vuelo, son puntuales y correctas. No hay lugar para el chisme ni el racaneo. Hablan de los pacientes de forma delicada, no carecen de emoción. Me gustan. Pronto me veo envuelta en el pase de enfermos y me digo que la pandemia ha traído el sueño del equipo hecho realidad: un puñado de sustitutas de vacaciones. Quiero decirles que por fin parecemos un buen equipo pero no puedo, tampoco abrazarlas ni explayarme sobre mis días azules. Han trabajado duro y bien, quieren darme un buen parte. Lo hacen.
Es el primer año en dos décadas que no me encuentro a los pacientes en crudo, los familiares rugiendo y los retales de la intervención por todas partes. Septiembre parecía siempre el escenario de un desfile después de un desfile. Una fiesta de la que se esfumó todo dios sin atender al reguero de vasitos y vómitos; un año incluso asistimos a una lluvia de mierda (el techo de nuestra planta se desplomó y las cañerías hablaron, nos enseñaron su mundo aparte. Un mundo como cualquier otro, dirían. Como en el cuento de Mateo Díez).
A diferencia de las aulas, el flujo prende todo el año en nuestros pasillos y nadie inaugura ni cierra, nuestro calendario es circular, como un donut. A los apocalípticos de la enseñanza les falta medio año para vivir, como hemos hecho, al otro lado del miedo. Tarde o temprano les quedará sólo el fastidio, que es fácil de sacudir. Diría que es lo que queda más allá del miedo cuando se hace crónico. Cae como una caspa tenue sobre los hombros y nadie repara ya en su presencia. Se está a otra cosa. Se pide el menú del día. Avanzo por las tripas del hospital y me sienta bien comprobar el ritmo, un buen ritmo intestinal. Busco el despacho de Riesgos Laborales y me lío entre rotondas y encrucijadas. Me he encantado observando el trajín de cocina, lencería, mantenimiento, sindicatos. Las caras se me antojan bonachonas, amables. Un cansancio de campesino harto de intemperie. Una celadora que traté en abril me saluda ufana y quiere que la vea para bajarle la medicación. Otro que no conozco me indica la salida. Todo está en su sitio, me digo, si las tripas trabajan. El jefe de interna me enseñó una pista infalible para elegir el día del alta: dásela cuando te pregunte por la cagada. El peligro ha pasado cuando ya no preocupa otra cosa.
Dejo que me embargue un sentimiento de pertenencia que está cerca del orgullo castrense. Es un momento casi dulce y me pregunto si, huyendo del empacho de mi familia en agosto, habré buscado el alivio en otra gran familia. Pero las primeras impresiones pueden ser falsas, las pinta el deseo; las noticias deben fermentar, es lo que hemos aprendido. Pronto me llegan los llámale y dile, sólo faltaba, los brazos en jarras, los quites y los regates. Quejas de onda corta, ruido de engranajes, pedorretas, nudos varios donde se ralentiza la cadena de acción. Mientras no vuelva el silencio obediente de marzo debería sentir alivio.
Pero ya no llego tan lejos, no puedo engañarme más tiempo. La tribu que me recibe es igual de cansina que la mía, no hay escapatoria. Sordidez de la vuelta al trabajo. Un desamor que nos visita puntual este mes y no muere, se ensordece. Le caen capas y capas de tierra y se deja de oír. Disforia que no es de género, no es mujer-metida-en-cuerpo-equivocado; es alma libre encajada en la piel de obrera. Ceno con los míos y no tengo palabras. Me voy la primera a la cama.
Es una noche sin sueños, la primera; el final del verano. Hay quien lo sabe por los vaqueros que no cierran, por los chats de madres que zumban en el móvil o por la falta de aparcamiento en el barrio. Un locutor de radio dedica su sección a que la gente confiese sus señales pero nadie habla de esta dolorosa amnesia, este robo puntual que el despertador perpetra. Mis sueños eran terribles pero vívidos, los compartía con los míos entre la modorra y las tostadas, desayunos lentos en los que fingían un interés de carrillos llenos por mis escenas de angustia. Todo era angustia, pero se extinguía de golpe, una voz o un ruido bastaba, el resplandor de la mañana tardía, el olor de las tostadas. Los contaba como el que resume una serie, chismosa de mí misma, desapegada. Exámenes de facultad por superar, escenas de naufragio y hasta un bosque incendiado y una larga espera por los refuerzos que no acudían nunca.
La noche del 31 no cogía ni siquiera el sueño. Rocío fue delicada y me trató como a una niña con otitis. Trajo un ColaCao templado, palabras de consuelo y hasta me cambió la almohada. La madre madura se había esfumado y agosto también, eran mis uñas clavadas en el acantilado y la gravedad tirando hacia abajo, momento de máxima intriga, el cliffhanger de los anglosajones. La niña-madre me ofreció un capítulo de su serie favorita, recordó que me quedaba traspuesta con ella en la cuarentena. Elegí la versión en inglés, pero no surtió efecto, las risas enlatadas sólo la agotaron a ella. Pronto me vi sola con su sueño espeso y con Joey, el protagonista de Friends, trastabillando por el apartamento con la cabeza metida en un pavo crudo. Deseé un sueño bien poblado de mitos, con centauros modernos, pavo-hombres u hombres-pavo. Yo sería el pollo sin cabeza tropezando por los pasillos del hospital. Cuando la luna colaba ya sus dedos fríos por el ventanal caí en la cuenta de que estaba perdida sin el valium y me rendí.
Luna llena y vuelta al trabajo. Vértice. Vórtice. Una palabra acudió a mí y empezó a girar en la cabeza, vértice y vórtice, palabras que mutan, se tocan, juegan. A veces sufro asalto de palabras. Sustantivos que se vuelven plumíferos, cogen alas y me rondan como un moscón hasta que arponeo su significado en Google. Son adhesivas como una tonadilla hortera. Dejé la cama y encendí el móvil. Vértice es cenit, cúspide, punto, ápice. No podía resistirme al diccionario de la RAE. Vórtice, una sola letra y un escalón abrupto en las isobaras: torbellino o remolino. “Un vórtice de niebla la arrastró al fondo de su veloz embudo”, leí. Una vocal sencilla que lo cambia todo. Una sacudida breve, apenas pensada. Y el cenit del verano puede dar paso al giro enloquecido de los días.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora