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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 21º)

26/04/2020 - 


Alta

Mi compañera ha sido dada de alta. Durante un largo mes, todos preguntábamos por ella con voz baja y hombros encogidos. En el vídeo que me llega, el equipo del centro de salud al completo ha tomado la plaza y la nombra, le aplaude, "¡va por ti!". Es un vídeo chapucero. La enfermera que lo graba está temblando, a menudo hay más suelo que mascarillas y batas, bravos, vivas. Las lágrimas que querían salir hace tiempo encuentran su ocasión y toman mi borde, empujan, respiran. Tenía miedo de que el primer llanto fuera de lástima. No sé qué es esto, un parto feliz, un borbotón de vida.

UCI conyugal

Un matrimonio en el mismo box, separado por un panel de cristal. Nuestra paciente Covid número uno, me dice mi amiga enfermera, es A., que lleva treinta y tantos días. Compartía habitación con su marido y los bajaron a la UCI con dos días de diferencia, primero a ella. Comparten mismo equipo y aparatos que a veces escasean. Empiezan a retirarles la sedación y la mujer no cree que él sea el enfermo de al lado. La enfermera se sitúa frente al panel y charla con ambos: gesticula a izquierda y derecha, transmite el débil coloquio, sólo pueden verla a ella. El martes por fin los bajaron juntos al TAC y alinearon las camas para que, en la nebulosa de los respiradores, se palparan. Los monitores se dispararon. No pueden fonar, sus tráqueas aún no han vuelto a la antigua función, pero él se las apaña cada día para dar las gracias. Por fin pide sus gafas y la enfermera encuentra un saco de plástico en un rincón con tres capas de bolsas. Lleva un mes olvidado ahí. Al desatar el último nudo: notas, bolsas de aseo, un ebook, una radio, una maquinilla. El cuerpo se vuelve persona con los objetos que lo rondan. La enfermera deja la zona contaminada y se quita diligentemente las protecciones. En el pase les habla del hallazgo y la bolsa. Al llegar a casa, una foto: la barba de náufrago que ocultaba su sonrisa ha desaparecido. Tira besos con la mano.

Angela Merkel y otras mezclas

Angela Merkel está en mi cupo. Vandral 75, Lexatin si no duerme; poco drama, es una luterana aguerrida. No me cuenta nada del Reichstag, ni de su coalición con el SPD. Mi canciller alemana es un cruce entre la madre de un paciente y una profe de geografía que tuve en quinto. Anoto en mi libreta citar en junio, tratamiento igual. No me pide informe para salir a la calle, está encantada con sus clases de sevillanas. Me brotan unas tímidas frases en alemán pero no le impresionan, ella sólo quiere contarme que la falda, que el mantón, que a las ocho de la tarde apaga el ordenador y se conecta a su profe que vive en Málaga.

Foto: MICHAEL KAPPELER/DPA

No podré contar en mi blog lo de la Merkel, me digo en el sueño. Los ojos invisibles de los lectores hacen ya su entrada en todas mis pantallas: están en mi fase REM, en mis reuniones por Zoom, en los ratos muertos, en las páginas perdidas de los libros que mordisqueo. Escribir sin atender al viaje de las palabras es imposible. Los comentarios que recibo intervienen el texto, dibujan su silueta.

Empecé este retrato del mundo reinventado como una colección de notas para la novela distópica que algún día atacaré. En los días alucinados de marzo en que todo se transformaba dentro de una niebla disolvente, las notas cobraron vuelo y saltaron a mi blog. Del blog a las redes, de las redes a Valencia Plaza. Nunca antes mi voz había llegado a tantos yoes, compañeros que se identifican conmigo, gente cercana o alejada de mi mundo que sacia su curiosidad o etiqueta sus dudas. El logos como remedio casero y ancestral. Un amigo psiquiatra que se despereza poco a poco del pánico me confesaba estar mejor desde que había puesto "palabras a esto" (y en la conversación no surgió ni una vez la palabra Covid ni pandemia ni virus). Poner palabras es como hacerle una celda de ladrillo al miedo. Son la argamasa que la levanta. Ha habido días de mil quinientas descargas, me contestaba el editor cuando le pregunté hace una semana. Me dejó envarada, no volveré a hacerlo. Traducir el impacto de estos días supone hablar desde un adentro estéril, inmaculado, sin pisadas en la arena.

Cumplo una semana confinada, lejos del hospital, y no hay épica en la intimidad de la casa. Los lectores deben de haberse dispersado. Me pongo una venda y sigo. En las entradas de diario de sus últimos años, Sylvia Plath escribe sin lectores y encuentra su voz. Resiste los rechazos editoriales de tres en tres y se lanza a la escritura con el brío de un salmón remontando la corriente: "si no soy capaz de seguir escribiendo a pesar de esto, de los rechazos, quiere decir que no merezco que me publiquen".

El final

Mi padre ha esquivado la vigilancia y ha buscado inútilmente una barbería por el barrio. Mi madre me llama para que baje a verla y espera en la puerta del súper. Lleva una boina que ha rescatado del altillo, le avergüenza su casquete blanco. Y mañana les toca a los niños.

Foto: EDUARDO SANZ/EP

Todo parece girar hacia el desenlace y mi deseo de acabar el blog, descubro, es el deseo de que todo esto acabe. Una conclusión que nos devuelva al origen. Un lazo. Pero no habrá clausura como no hubo un inicio, las fronteras de la desazón son móviles. No habrá día para la ovación como ayer en la puerta de mi centro de salud. Los triunfos se sumarán de forma dispersa, tímida, clandestina. Cada uno debe elegir su día de la Victoria.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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