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Visiones y visitas  / OPINIÓN

Blockchain

7/09/2019 - 

VALÈNCIA. Parece que la cadena de bloques, o blockchain, es para el cuerpo notarial como un desaforado par de orejas lobunas, como una ensordecedora sirena de alarma que les avisa del peligro inminente que la informática supone para el privilegio del tiempo y la memoria, para ese tinglado injustificable del temario infinito y los años por delante con el que sólo pueden acceder al cotarro los ricos o los genios. La cadena de bloques, combinada con la computación cuántica y la inteligencia cibernética, permite realizar trámites absolutamente seguros y podría sustituir, según los expertos, a los registradores y a los notarios en pocos años. Estos últimos dicen que no, pero es muy probable que no las tengan todas consigo, y que por eso hayan aceptado —quién sabe si pedido— asumir nuevas funciones jurisdiccionales. Quizá intuyen la obsolescencia de los cimientos de celulosa y tinta sobre los que se levanta su oficio; quizá barruntan la transmutación del enorme bodoque de su firma en un sencillísimo gesto electrónico; quizá entrevén que sus asientos, matrices y demás bártulos apolillables van a estar, dentro de poco, en el bargueño privado, indeleble y totalmente inexpugnable del blockchain. Es posible que ante las despampanantes capacidades notariales y registrales del ciberderecho hayan empezado a sentirse un poco papelistas, un bastante cabezaleros y un demasiado antiguos, con sus archivos y su papel de barba, su formulismo, su sellaje y su etiquetaje. Hay sospechas fundadas de que las grapas y el texto en Courier tienen los días contados, y de que la fe legal se acabará dando a base de ceros y unos hiperencriptados; no resulta extraño, pues, que más de uno haga la conjetura de la innecesariedad, perciba el banderillazo del miedo y busque otras fórmulas de pervivencia. Seguir haciendo falta no será nunca lo mismo que ser imprescindible, pero menos da una piedra. Se perderá un poco el prestigio, la categoría, el relumbrón: el señor notario irá destiñendo y dejando a la vista el empleado público, más administrativo que dispensador mayestático de particiones y ejecutorias.

Dicen las malas lenguas que los fedatarios y los del defecto subsanable intentarán llevar a su terreno la novedad informática que suplanta sus funciones, que tratarán de asimilarla para seguir controlando la situación como hasta hoy, pero que no lo conseguirán; que ya presienten su desaparición y que por este motivo están prontos a desempeñar, entre otros, el cometido inédito y un tanto subalterno del casorio civil. Todo esto se recela, se aventura y se sugiere a causa del asombro que produce ver ufanarse a un funcionario cuando le dan más trabajo: un fenómeno cuya única explicación es el temor a ser suprimido.

Nadie afirma públicamente que los registros y las notarías vayan camino del negociado menor y la pseudocapilla de Las Vegas, pero sí que ante un eventual atropello electrónico han sacudido el polvo secular a sus cartas y están jugándolas lo mejor que saben. Lo aseguran los defensores acérrimos de la informática, los que sólo ven progreso en el software y la ciencia-ficción; pero es inevitable reconocer que no van mal encaminados: falta muy poco para que la sociedad, gracias a la técnica, efectúe sus gestiones notariales y registrales con el único auxilio de internet. El futuro fue ayer, y la estraza timbrada, las esperas, las dilaciones, los inconvenientes, los tiquismiquis y los ringorrangos no servirán para nada en cuatro días. Da la impresión de que la inquietud se apodera de los funcionarios que cobran minuta; de que cierto desasosiego perturba su vetusta impasibilidad; de que admiten labores accesorias y apechugan con futesas burocráticas para no cerrar los despachotes.

Los adelantos tecnológicos acabarán con muchos empleos, y la consciencia o presunción de clase no serán obstáculo ninguno. El turno llegará igualmente al cajero y al notario. Algo va mal en la economía cuando se anteponen los beneficios a las personas.

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