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valènica la nuit

Brillante: se acabó la fiesta

Se traspasa uno de los garitos de referencia de la València de los 80. Guiado por César Pérez y con el exquisito gusto musical de Rafa Villalba, el pub reunía todos los fines de semana, entre 1985 y 1990, a artistas, músicos, diseñadores, periodistas… Luego se convirtió en un after más que sobrevivió con trasnochados hasta que llegó la pandemia

| 26/12/2021 | 11 min, 47 seg

VALÈNCIA.- Los ochenta, que se han idealizado y edulcorado con el paso del tiempo bajo la manoseada etiqueta de la Movida, fueron también los años de los zombis de la heroína, de tipos que medraban por el Ensanche y Ruzafa con apodos tan poco gratificantes como el Rata, el Piojo o el Lejía, o las tribus urbanas en las que rockers, mods, punkis o skinheads podían enzarzarse en peleas callejeras donde aparecían cadenas, nunchacos y hasta navajas de mariposa, y al día siguiente sentarse bajo el mismo techo en un pub molón. Y en ese ambiente, en un acto de pragmatismo, César Pérez, un joven de 25 años que acababa de volver de la mili, salió de su encrucijada vital abriendo un pub en Ruzafa al lado de la avenida de José Antonio —hoy Regne de València—.

El garito se llamó Brillante y su dueño, que se apoyó en varios socios capitalistas, decidió salirse de los círculos de ocio del momento, como el Carmen, Pelayo, Cánovas o Woody, y buscar su sitio en la calle Pintor Salvador Abril, en la planta baja de una antigua imprenta, un taller viejo y mugriento que los nuevos propietarios, con los planos de un reputado arquitecto, tiraron abajo para levantar un bar de copas de 250 metros cuadrados.

Brillante brilló en un punto de la ciudad donde Ruzafa no era el barrio que es hoy y donde todo el jolgorio se limitaba a los cines del momento, como los Martí, con su Mostra del Mediterrani en otoño, el Goya o el Tyris, y bares como el Goya, Zaiyán, el recién inaugurado Maipi de Gabi y Pilar o la perenne Taberna Vasca Che. «Era una zona un poco de capa caída donde abundaban los típicos negocios de pollos a l’ast y los kioscos de alrededor del mercado, pero esa zona estaba libre y ahí podíamos marcar nosotros nuestras reglas del juego», recuerda César Pérez.

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Este joven trabajaba como comercial en la cartelera Qué y Dónde y ahí entró en contacto con los noctámbulos. Primero probó como camarero en Benimaclet, en el Desván, un antro para estudiantes, pero al cabo de unos meses pensó que la mejor forma, y la más económica, de estar en el meollo, era montar él su local.

Su gran apuesta fue la música. Y ese distintivo de buen gusto lo canalizó a través de dos platos, una pletina y una modesta mesa de mezclas que manejaba Rafa Villalba, uno de esos elegidos que viajaba a Londres y regresaba con la maleta llena de discos, como sucedía con Juan Santamaría al otro lado de la avenida, con sus inolvidables sesiones en la discoteca Oggi o New Café Concert (NCC), en Maestro Gozalbo. Y así fue desde el primer día que abrieron, algo apresurados, antes de la Navidad de 1984. «Aunque el bar estaba sin acabar y después de Nochevieja tuvimos que cerrar y volver a abrir días después», rememora.

El pub tenía forma de U invertida rodeando el portal de la finca que había en medio. La barra ocupaba una ele de esa u y el tramo restante estaba dedicado a los servicios, un almacén y un pequeño despacho. Antes de la reforma, César viajó con su amigo Toni y otros socios a Barcelona para ver algunos pubs. Todos cayeron rendidos al entrar en el Gimlet, que se convirtió en su modelo. Brillante supo crear un ambiente en el que todos los clientes se mezclaban alrededor de la barra. «También se caracterizaba porque no era un bar oscuro, sino con una iluminación clara e indirecta y eso lo convertía en una sala donde todo el mundo se reconocía». Al fondo, en la zona de los habituales, había un futbolín. La gente de casa formaba un grupo abundante que se arracimaba allí. Y a la entrada había una máquina de pinball o de videojuegos donde la gente jugaba y se quedaba atrapada con el comecocos. «Entre semana era gente más tranquila y los fines de semana nos quedábamos hasta las tantas», puntualiza el antiguo propietario.

Los pubs, en aquellos años ochenta donde la gente escuchaba música en radiocasetes extraíbles que escondían debajo del asiento, cerraban prácticamente cuando les daba la gana. Aunque en esos años de la Transición llegó una nueva normativa que algunos burlaban. «Y nosotros, que estábamos fuera de las zonas de pubs, más aún. Pero también es cierto que me considero un pionero en ese empeño por no molestar a los vecinos. Fui de los primeros que puso un cartel que pedía a los clientes que respetaran el descanso de los vecinos». Aunque su fuerte era el tramo horario que iba desde las dos y media, cuando cerraban muchos pubs, a las cuatro y media, que era cuando muchos juerguistas cogían la carretera de El Saler y se iban a Spook, a Puzzle o a Chocolate.

La colección de vinilos

Rafa Villalba reunió una fantástica colección de vinilos y cada noche pinchaba una música excelente de espaldas a la muchedumbre porque la mesa estaba pegada a la pared. «Era músico y tenía un gusto excepcional a nivel artístico y musical. Era su área de responsabilidad. Empezó a trabajar en el negocio. Al principio no era socio y entró solo a pinchar. Y en uno de los movimientos de algún socio, incorporamos a Rafa porque también era alma y responsable del éxito del bar. No había nadie mejor que él. Ha sido batería y ha tocado con grupos como Seguridad Social. Tiene un oído excepcional y le dio carácter a Brillante pinchando música negra, reggae, pop, rock…».

La colección de vinilos creció gracias a uno de los clientes más fieles, Remi Carreres, bajista de grupos como Glamour o Comité Cisne. «Tenía 24 años y poseía una selección de discos espectacular que quería vender y se la compramos. Era amigo de Rafa y gracias a él logramos 1.200 vinilos, sobre todo de música británica. Eso nos dio desde el arranque un fondo de armario increíble y en los cinco años que estuve yo al frente de Brillante la compra de discos fue una vía más de la gestión porque la música era un puntal de nuestro negocio, que se distinguía por poner mucha música negra con soul y reggae, además de música inglesa y americana».

Las camareras y camareros también se convirtieron en clásicos. Al principio, Rosa y Begoña Kanekalon, una chica que formaba parte del potente movimiento que había en València en ese momento en torno a la moda. «Begoña se movía en ese ambiente de diseñadores y peluqueros en el barrio del Carmen, y era un personaje muy conocido. Y Rosa era la novia de Rafa Villalba». Y después entraron Sara y Apa, que es la actual mujer de César, y el conocido periodista y escritor Ramón Palomar. Un joven rockabilly de patillas y tupé que, en 1987, cuando él se incorporó a la barra del Brillante, estaba en segundo de Filología. «Yo salía bastante por la noche y molaba más estar de camarero, que además bebías gratis, que de cliente», recuerda Palomar, que ganaba 3.500 pesetas por noche y que solo guarda gratitud hacia su jefe. «Un año me fui de Erasmus a Pau y César Pérez me respetó el sitio. Y luego, en 1990, fue él quien me llevó al casting de Canal 9 en el que me cogieron para presentar Grafiti»

El autor de 60 kilos y La gallera recuerda que había un ambiente de gente golfa pero culta. Desde Carmen Alborch al actor Joaquín Hinojosa. «Para que la gente se haga una idea, Paco, el encargado, era licenciado en Historia; una tía estaba estudiando Derecho y hoy es abogada de la Generalitat Valenciana, yo estaba estudiando Filología, y en la puerta, como no queríamos meter a un gorila con uniforme, teníamos a un rocker que conocía a todos los malos. Y entre la clientela había mucho periodista de la Turia, de Levante, de Las Provincias; de la tele venían Cristina Tárrega, Inés Ballester, Fina Cardona… Y todos los músicos que actuaban en València venían después a Brillante: Gabinete Caligari, Loquillo, todos. Venían artistas, diseñadores, moteros, mi amigo Benji, que aún no tatuaba y tenía una BMW antigua… Y muchas noches, bajábamos la persiana y seguíamos la fiesta hasta que se hacía de día. Allí se escuchaba una música cojonuda: Robyn Hitchcock, Iggy Pop, Lou Reed, Bowie, el REM bueno…», ilustra Palomar.

Lo mejor de cada casa

Uno de sus clientes más asiduos era el periodista especializado en música Rafa Cervera, quien descubrió el bar desde su inauguración y no dejó de frecuentarlo hasta que se fue a vivir a Madrid en 1993. «Tuve una relación muy intensa hasta 1991. En el 88 me mudé a vivir a una casa muy cerca de Brillante y encima tenía una tienda de discos allí al lado. Me pasaba allí la vida. Pero todo tiene su tiempo y dejé de ir. Me hice muy amigo de César Pérez y Rafa Villalba, con quien monté los Bongos Atómicos donde también estaban Rosa, que era camarera y era su pareja, y Begoña Kanekalon, que era camarera y performer, o Ramón Palomar, que también vivía en una esquina al lado de Brillante. El bar fue para mí como un colegio mayor donde hice de todo: emborracharme, drogarme, descubrir música que ponía Rafa, también pinché en alguna fiesta, como una que se llamó Regreso a los 60, hice amigos, conocí gente… Descubrí la noche en un sitio que sentías como tu casa. Forma una parte fundamental en mi vida y le tengo mucho cariño. Pero el lugar que yo conocí. Luego no sé lo que pasó con él y no me interesa. Allí hicimos una rueda de prensa con Alan Vega (cantante y compositor) y una fiesta con Jorge Albi —presentador del mítico programa musical La conjura de las danzas—, antes de que abriera Barraca Bar».

Y muchas de esas noches pululaba por allí José García Poveda, el Flaco, el genial fotógrafo de la Cartelera Turia que captó como nadie la noche valenciana. Porque allí dentro, además de farra, había cultura. César tomó La Marxa, el histórico local del Carmen, como modelo y empezó a hacer exposiciones y conciertos. No tenía que buscar mucho. Los clientes le pedían que mostrara su obra y él solía acceder.

A los cinco años y medio, César se hartó. La fiesta se acabó. Ya estaba bien de tantas noches en vela, tantos excesos y esa vida a contrapié. «En 1990 lo dejé. Fueron cinco años y medio muy intensos y acelerados. Necesitaba más estabilidad con mi pareja y, además, me había cansado de la noche y de vivir al margen del mundo. Mis socios me dijeron que si me iba, ellos también lo dejaban, y lo vendimos. Dejamos allí la colección de vinilos y todo lo demás y nos fuimos. Luis Rebullida se quedó con otros socios y siguió con el mismo personal, salvo el DJ. Y no volví mucho pero me parece que no tardó en diluirse. Al año siguiente el bar ya era otra cosa. Y luego mucho más. Aquello acabó convirtiéndose en un after y derivó en otra cosa». Y ahora, con las subidas y las bajadas de la pandemia, con menos éxito que la heladería de al lado, espera con la persiana bajada a que alguien se anime con el traspaso.

César Pérez rememora aquellos años sin un ápice de melancolía. No es de esas personas que viven ancladas en el pasado. Hace años que cruzó la Gran Vía para instalarse en una zona más pija con Apa, su mujer, y sus dos hijas de 23 y 19 años. El dueño de uno de los pubs más efervescentes de los 80 se pasó al mundo del audiovisual y ahora, con 62 años, trabaja como jefe de producción. Ahora anda con L’Hora Fosca, un programa de crónica negra de À Punt, y recuerda con simpatía, pero sin añoranza, aquel lustro del Brillante, que degeneró en un antro donde recalaban los trasnochados de pupilas dilatadas sin interés alguno por el arte, la música ni el descanso de los vecinos, a los que, durante años, han molestado los sábados y los domingos por la mañana mientras bebían y fumaban en la calle. Pero todo pasa y mientras llegaba la decadencia de Brillante, Ruzafa emergía como barrio bullicioso mientras no paraban de abrir restaurantes y bares de copas para demostrar que la rueda de la vida nunca deja de girar

* Lea el artículo íntegramente en el número 86 (diciembre 2021) de la revista Plaza

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