Saltó la liebre, y eso que no tenemos canódromo. Era de esperar. El overbooking de festivales de verano ha estallado. La cancelación in extremis del Marenostrum y el lío consiguiente demuestra la más que urgente necesidad de regular la organización de unos eventos que enriquecen poblaciones menores pero necesitan de límites políticos, garantías empresariales y ventanillas únicas
VALENCIA. Tenía que reventar. De una u otra manera tenía que suceder. Más allá del negocio en sí, el oportunismo y el controvertido desorden nacido bajo el paraguas de los festivales de verano, lo bien cierto es que urgen soluciones para evitar colapsos.
La suspensión del Marenostrum, horas antes de que abriera sus puertas en el municipio de Alboraia, ha sido más ruidosa de lo esperado. Ha desatado todo tipo de acusaciones cruzadas, intervenciones políticas, interpretaciones y denuncias hasta en los tribunales que de prosperar puede alargar la agonía o la bronca sine die y sentar un peligroso precedente en caso de que los juzgados se pronuncien.
En los últimos años los festivales se han convertido en la gran bicoca de los ayuntamientos de nuestra autonomía. No en balde, la Comunitat es la que mayor número de festivales por metro cuadrado alberga entre los meses de mayo a septiembre. Y esto va en aumento ¿Por qué ese crecimiento desmesurado e incluso desproporcionado? Pues porque los pequeños municipios se han dado cuenta de que son un auténtico filón económico para la zona. Tanto es así que a muchos ayuntamientos les gustaría vivir en un continuo festival si los ingresos se mantuvieran garantizados. Para los promotores son un caramelo.
Saquen números. El Festival Internacional de Benicàssim (FIB), de momento el más popular y sin duda el más internacional en cuanto a público y artistas, reparte en una semana más de 15 millones, por soltar una cifra aproximada. ¿Y con tasa de pernoctación?
Una cantidad inimaginable en una población como la de la Costa de Azahar cuyos veraneantes han sido y son por lo general de carácter familiar. El Arenal, nacido en Borriana y cuya longevidad es mucho más reducida, se ha convertido en otro auténtico motor económico. Y eso que las condiciones para asistentes y molestias a los vecinos todavía no han sido analizadas en profundidad, como sucedió en el FIB, aunque teóricos pegados al poder de turno vedan cuartillas inútiles.
A los dos certámenes, sin duda los más importantes en cuanto asistencia y repercusión mediática, económica y popular, podríamos añadir otra docena, aunque de menor escala. ¡Ríanse del obsoleto Festival de Benidorm!
"Los festivales son un perfecto negocio para quienes ven negocio allá donde se produce una gran concentración en poco espacio de tiempo"
Los festivales son un perfecto negocio para ayuntamientos, comerciantes, restauradores, promotores, proveedores, sector bancario u oportunistaw que ven negocio allá donde se produce una gran concentración en poco espacio de tiempo. Lo son incluso para los grupos musicales que han visto como saltando de festival en festival consiguen mantener su agenda de verano una vez que los denominados bolos tradicionales, auspiciados antes por las comisiones festeras o los propios consistorios, casi han desaparecido debido a la crisis económica. Un festival abarata costes de producción. Donde actúan dos pueden hacerlo veintidós por el mismo coste de su infraestructura.
Hasta que estalló el asunto del Marenostrum. No se trata aquí de entrar a valorar quién sí o no tiene razón de fondo -todos tienen su verdad- sino asuntos a los que habría que enfrentarse para normalizar una situación desquiciada.
A estas alturas, unos hablan de disputa política, intereses ecologistas, ausencia o dilación de interminables permisos, cerrazón organizativo…Cada uno puede elegir la que más le guste. Son tantas las razones y tan divergentes que es complejo aclararse. Pero hasta el Consell se ha apresurado al anunciar una ley proteccionista.
Un Gobierno, más que proteger festivales, debe velar por su promoción dentro de un marco general pero no garantizar un proteccionismo sin desatender a todos los sectores turísticos o generadores de una economía territorial. Una Administración está para velar por condiciones, elaborar marcos legales que contemplen normas imprescindibles y controlar que las condiciones de salud, seguridad, habitabilidad y derechos fundamentales de quienes son seducidos por una marca se cumplen. Y también para proteger a quienes pueden llegar a sufrir sus consecuencias sin tener implicación.
Pero si esas condiciones quedan generalmente o a priori en manos de los pequeños municipios, en caso de no existir advertencia previa, estamos perdidos. Los ayuntamientos no poseen medios suficientes para hacer cumplir las normas y en muchos de los casos mirarán para otro lado sabiendo que el beneficio es maná para hoy y votos para mañana.
Ahí es donde la Administración debe poner el ojo, esto es, en el establecimiento de unos parámetros claros y uniformes. Así los organizadores podrán trabajar con plazos y no se enfrentarán a consecuencias inalcanzables. Pero también en su estricto control. Las normas están para ser cumplidas, nunca para violar convivencias. Pero sin esperar al límite. Los festivales crecen como puro negocio de ocio a la sombra de la inversión privada y la complicidad pública. Los festivales no pueden estar únicamente en manos de intereses puntuales -hoy aquí, mañana allí- sino de unas normas que todos deben cumplir. Pero no tantas ni tan dispersas. Así se evitarían problemas y molestias como las generadas por esas verbenas populares que bailan al ritmo del descontrol.
Excusas y debates políticos serán siempre pasajeros. Si hay que regular a fondo, adelante. Es más que necesario, incluso urgente. Los primeros, los propios ayuntamientos, responsables directos del cumplimiento de las normas y de la protección de parajes, entornos y sociedad, tanto afectada como beneficiada. Es su responsabilidad. Si las reglas de juego están claras todos sabrán a qué se enfrentan. El consumidor no es el culpable sino el fin por mucho que la música suene a ingresos para todos. Lo demás, problemas previsibles a un alto precio.
PD. No es un borrador de cuento. Ante una reclamación de decenas de vecinos por las molestias de ciertas verbenas hoteleras a decibelios desproporcionados, el director del complejo argumentó que tenía permiso de la extinta Conselleria de Gobernación. No respondió a ruidos ni molestias. “Bailaban” tres al ritmo de un gritón desafinado.
-“Los clientes piden fiesta. Tengo permiso.”-argumentó.
Con una autorización fraudulenta nos colamos en la Moncloa.
-Hola. ¿Hay alguien ahí?