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TEJER Y DESTEJER / OPINIÓN

Caperucita encarnada

8/11/2018 - 

Recuerdo la extrañeza que me causaba en mi niñez que no se pudiera mentar a Caperucita Roja, el cuento de Charles Perrault, sino como Caperucita Encarnada. Con estas y otras memeces nos atormentaban las mujeres fascistas de la Sección Femenina, enchufadas en los Institutos de Bachillerato para impartir materias trascendentales para la educación de las pollitas, como Economía Doméstica. ¡Ah, qué época la de Caperucita Encarnada! Más que encarnada era gris ratón y negro sotana con brillos de grasa. Como la del Dómine Cabra, que era milagrosa porque nadie sabría decir su auténtico color. Las mencionadas falangistas nos enseñaban, dale que te pego, himnos como 'De Isabel y Fernando el espíritu impera', 'Montañas nevadas' y, por supuesto, el 'Cara al Sol', todo ello muy patriótico y con un regusto marcial que tumbaba. También recuerdo como si fuera hoy que nos castigaban por hacer el pino en el patio en el recreo, porque se nos veían las bragas. Aunque la enseñanza no era mixta y no había chicos ni se les esperaba, no debíamos escandalizar, que era pecado. Casi todo era pecado por aquel entonces. Creí haber dejado todo esto muy lejos.

Sin embargo, he aquí que un tufillo de aquella época, en la que el color rojo estaba prohibido, me asalta últimamente cuando me llegan a través de los medios de comunicación las valerosas arengas y delirios del joven Pablo Casado, reaccionario y amigo de ultraderechistas. ¡Qué feliz hubiera sido el muchacho en aquella época encarnada, que no llegó a conocer, pues nació el 1 de febrero de 1981, veintidós días antes del otro golpe de Estado memorable! ¡Hace ya tantos años! Con su formación cero y su experiencia nula, luce el joven líder un desparpajo de renovador que cree en lo que dice, aunque mienta de un modo compulsivo. Con razón nos llama viejos a todos, como nosotros momias a otros muchos. Pero le ha quedado el regusto a tanque, porque, o yo estoy sorda o hace un par de días dijo, ante un micrófono, que la cuestión catalana no iba a arreglarse en los tiempos que corren «por la fuerza, con tanques, desgraciadamente». Menos mal que este héroe, de vocación españolista ultramontana y nostálgico de la conquista civilizadora de las Américas, no conoce del ejército, ni siquiera la mili. Si no, nos metía en una guerra civil él solito.

Hay algo en él que me fascina y que comparte con los arzobispos: el odio a lo que ellos llaman, en su sabiduría, «la ideología de género», como si dijeran «la doctrina del canibalismo» o algo por el estilo. ¡No digan esas cosas, señor Pablo Casado y jerarquías católicas, por el amor de Dios! No confundan al personal y abonen la ignorancia de sus feligreses, ni se pongan en ridículo, empeñados en desdeñar o faltar al respeto a las mujeres llamándolas «colectivo». Ustedes sí que son un colectivo, y de los de echarse a temblar, con su concepto trasnochado de la familia, su manía de reprimir, de insultar, de desplegar su cinismo como la cola de un pavorreal. ¿O es que no leen la prensa ni hacen caso de las regañinas del papa, que está hasta el solideo de los curas pederastas y demás ralea clerical que ha heredado? Por cierto, monseñor Francisco I tampoco tiene claro lo del género. Estamos en 2018 y una servidora no se olvida del blanqueo de Caperucita. No volvamos a eso de la mano del señor Casado y su fascismo de camisa azul y montañas nevadas.

En consecuencia, un ruego a la maltrecha izquierda española, que nos da disgustos un día sí y otro también: formen un bloque sólido, que no sea encarnado, frente a las 'Banderas al Viento' que hace ondear la facción más retrógrada y neofranquista del PP. Sigan combatiendo la corrupción, pero no se olviden de Caperucita Roja. Señores y señoras socialistas, pónganse de una vez a la izquierda. Dejen de denostar a sus únicos socios viables y no carguen contra Pablo Iglesias al tuntún, ahora que por fin son medio socios. Los admiradores del color rojo, el de la vida, tenemos la esperanza puesta en una izquierda que nos saque del estercolero donde yacemos «encarnados» de vergüenza. Para ello, contamos con los partidos de izquierdas como un patrimonio, que quisiéramos unido, fuerte y a la altura de los tiempos.

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