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Nostradamus ya lo sabía / OPINIÓN

Capital impaciente

4/09/2023 - 

La gran verdad que inaugura la rentrée de septiembre, tras un estío marcado por las rivalidades paralelas entre lo clásico y lo cuántico, entre Barbie y Oppenheimer, y entre el «se acabó» y el «no voy a dimitir», se revela en que el árbol de la vida no es lo que se pensaba hasta ahora. Lejos de la suposición idealista de atribuirle la capacidad de aglutinar a la biodiversidad global, cual tabla periódica aplicada al mundo animal, fúngico y vegetal, la figura se asemeja a una representación tan desequilibrada como el sistema electoral estatal. Efectivamente, en el árbol todas las ramas no pesan igual.

Útil, dañina, amenazada, singular, grande e interterritorial. Si una especie no cumple ninguno de estos rasgos, definidos por el interés humano, lo tiene muy oscuro para que merezca ser estudiada. Lo explica el hecho de que rara vez el quehacer de las personas de ciencia pueda escapar al sesgo cultural, de sí mismas y de las terceras que sustentan sus laboratorios y actividades de campo, lo cual vendría a justificar, al mismo tiempo, que en cuestiones políticas y crematísticas de conversación del patrimonio natural prime el peluchismo (la querencia por los organismos eucariotas afelpados y protagonistas de reels), corriente coetánea de la crisis existencial de las criaturas protegidas de Mattel contada por Warner Bros.

Foto: PEXELS

El resultado, por cierto preocupante, no puede ser otro: la ciencia descuida a grupos biológicos que necesitan más esfuerzo y atención por hallarse en riesgo crítico de extinción o por su papel clave en diferentes ecosistemas. Lo advierte un estudio internacional, en el que participa el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, publicado en la revista ELife, que analiza a más de 3.000 especies de animales, hongos y plantas, estimando el interés académico de cada especie en función del número de publicaciones científicas que la citan y el interés social en función del número de visitas a su página en Wikipedia. Y aquí está el detalle: los gustos de las personas usuarias de la enciclopedia en línea no siempre coinciden con las tendencias de investigación de la comunidad científica.

Aunar los intereses de la ciencia y de la sociedad nunca ha sido una ocupación liviana. De ello pueden dar buena cuenta todos los recursos humanos implicados en la carrera por materializar la innovación en esta parte del Mediterráneo occidental. Teresa Riesgo, secretaria general del ramo en el gobierno de España, rescataba hace unos días, para el argumentario burocrático en apoyo del desarrollo y la innovación de las industrias espacial y microelectrónica, la llamada al capital paciente, denominación acuñada por la empresaria estadounidense Jacqueline Novogratz que se refiere a la inversión con mirada a largo plazo y con la paciencia suficiente para aguantar el tipo hasta recuperar lo invertido, es decir, lo contrario al beneficio rápido y el «aquí y ahora, o me voy a Taiwán».

Foto: PEXELS

Al igual que las sufridas ramas del árbol de la vida, el espacio y los chips (y sus derivados) han gozado hasta hace poco de una inmerecida desatención en el plano europeo, cuya pérdida de oportunidades ahora se pretende reparar bajo la consideración de «sectores estratégicos» que requieren esfuerzos comunes para la atracción del talento. Las razones son incontestables: solo pueden existir estudiantes si hay un ecosistema empleador capaz de acoger la población formada, y apoyo de un espectro amplio de empresas, instituciones y personas usuarias que lo sustente.

En este horizonte, no es extraño que en los encuentros sobre innovación a casa nostra cada vez sea más frecuente escuchar las voces que señalan, acertadamente, que el sector no puede reducirse a los eventos, como tampoco debe confundirse la diversidad biológica con los perros de porcelana de salón. Urge que el árbol consiga arraigar y no esperar a que pierda sus hojas.

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