Cada vez parece más evidente que el modelo productivo actual está precipitándonos hacia una situación medioambiental en la que ya dará lo mismo el precio o la variedad o la innovación de los productos o servicios, porque estaremos al borde de la catástrofe y la extinción masiva a la que, con suerte, sólo sobrevivirán los tardígrados. Perdón por esta introducción dulcificada de lo que nos espera si algo no cambia muy rápido. Y no me refiero a no tener animal de compañía porque contamina o no coger un avión porque vivimos por encima de nuestras posibilidades respecto de la huella de carbono que deberíamos dejar, sino a un cambio industrial generalizado, que no imponga una responsabilidad adicional en el individuo de siempre, de no ser que sean los individuos ésos que han utilizado dios sabrá cuántos recursos en un viaje de placer al espacio…
Hay dos posibles catalizadores del cambio: las propias empresas, que espontáneamente decidan dirigir sus esfuerzos de innovación a producir verde o el Estado, que las obligue. Dado que esto último se entiende como peor solución (coste político y desgaste, consecuencia de una resistencia titánica empresarial), se está considerando permitir a las empresas que, por sí solas, evitándose, probablemente, una regulación más exigente por parte del legislador, lleven la iniciativa de la transición sostenible. Ahora bien, esta solución no es tan mala como parece, es incluso peor, porque las condiciones demandadas por la industria son sospechosas. Puesto que nadie quiere ser el primero en poner en marcha este tipo de medidas, que se presume que conllevan un incremento de costes (la desventaja del primero), que lo harían menos eficiente y, consecuentemente, reduciría su cuota de mercado, sugieren que les permitan llegar a acuerdos horizontales para que todos, sincronizadamente y al unísono, se acompañen en la senda de la transformación medioambiental. Sólo en esas condiciones nos salvarán de la catástrofe. La transición verde será cartelizada o no será.
Y lo peor de la cuestión es que hay convencidos: algunas autoridades europeas, como la danesa, han dignificado la propuesta y hecho seria promoción de esta iniciativa de “acuerdos sostenibles” aka cárteles sostenibles. Los griegos, más de lo mismo. Y la Comisión Europea ya ha anunciado una revisión de las directrices sobre acuerdos horizontales en el marco de la “Competition Policy and the Green Deal”.
Este tipo de propuestas no son novedosas. Los cárteles de crisis son una institución que suena de vez en cuando y medidas parecidas a éstas se pusieron en marcha durante la peor fase del coronavirus, cuando se relajó considerablemente la aplicación del Derecho de la competencia sobre las farmacéuticas y se revirtieron avances como la auto-evaluación de las empresas sobre acuerdos de reparto de mercados y de productos que, en teoría, iban dirigidos a hacer frente al shock de demanda de bienes necesarios (mascarillas, guantes, medicamentos, etc.). Y yo no digo que no funcionara razonablemente porque había excesiva prisa y, quizás, una regulación pública hubiera tardado demasiado, además de ser, y esto me parece clave, una situación concesiva temporalmente muy limitada. Digo, eso sí, que ésa no es la idea de la competencia: si creemos que algo no puede funcionar por la archiconocida mano invisible, regulémoslo. No confiemos en que quienes tienen algo que ganar, altruistamente, velen por el interés público. Porque entonces pasará lo de siempre: se llegará hasta donde quieran las empresas y como ellas quieran, dado que son éstas quienes han de identificar el posible daño al bien jurídico (vida animal, medio ambiente o naturaleza) y prevenirlo en su leal saber y entender. Y luego daremos las gracias.
La propuesta de la industria consiste en eximir del Derecho de la competencia a los “acuerdos de sostenibilidad” que restrinjan la misma. Veréis, la invitación a ponerse esta venda en los ojos es, en general, algo más complicada: la valoración de si un acuerdo es restrictivo o la cooperación es lícita depende de si obstaculiza o no la competencia y éste ya es un paso interpretativo en el que se puede argumentar a favor de la licitud de determinados acuerdos. Pero es que, adicionalmente, existe una cláusula de salvaguarda, que permite eximir acuerdos restrictivos de la competencia si promueven la eficiencia, esto es, en última instancia y tal y como se está interpretando actualmente la prohibición, si benefician a los consumidores. Parece un instrumento que garantiza de forma suficiente que no pasa por anticompetitivo algo que, en realidad, no lo es. Sin embargo, lo que se está pidiendo es ir más allá: autorizar este tipo de conductas incluso ante un daño inmediato al consumidor, pero que, en teoría, beneficia a generaciones futuras, alterándose así, de forma excepcional sólo para estos acuerdos, el estándar de aplicación del Derecho de la competencia. Algo que, como mínimo, huele a aplicación discriminatoria.
Honestamente, yo no creo que se vaya a generar espontáneamente una competencia en el parámetro de producción limpia, igual que no se ha producido en respeto de los Derechos Humanos porque, sencillamente, el consumidor parece que no lo valore si el daño se socializa o está en un país muy lejano. Y la realidad es que, aunque se haya acelerado y acercado la catástrofe peligrosamente a nuestra generación, el grueso del daño se produce en diferido o no se ve porque se encuentra fuera de nuestras fronteras, por lo que los incentivos para preferir ese tipo de productos son relativamente bajos. Las empresas tampoco tienen motivos para innovar en este parámetro, porque no produce ahorros en costes ni incrementa la productividad, dado que no están internalizando el daño.
Relajar el Derecho de la competencia no puede ser una medida seria, si todo el sistema capitalista está fundado en la premisa de que existe la competencia. Además, parece arriesgado porque es demasiada tentación para no coludir obteniendo objetivos ilícitos paralelos. Lo único que hace es dar una pátina de legitimidad a los cárteles y, eliminando la incertidumbre e inseguridad y los riesgos a los que se enfrentan las empresas respecto del comportamiento de sus competidores en el mercado, impiden que éstas disparen la inversión en innovación verde. La consecuencia, muy al contrario de lo deseable, es que los presuntos avances se quedan en el punto acordado y más conveniente para la industria, no para el interés público. En resumen, aunque no lo parezca, se está frenando el progreso. Consecuentemente, estos pactos se han que aproximar no como estimuladores de la inversión en innovación verde, sino de limitación de la misma, actuando como obstáculo y barrera al potencial máximo que podríamos conseguir en un mercado en competencia.
Yo no critico la intención tras la propuesta, sino la forma en la que se pretende impulsar la inversión correcta y beneficiosa para el colectivo. Una herramienta como la regulación está pensada precisamente para los supuestos en los que ha de protegerse una colectividad difusa, presente y futura, que nadie tiene incentivos ni razones individuales por la que velar. Y por eso, sin duda, tendrá que superar una increíble resistencia, que debería amainarse concienciando a la sociedad y al consumidor.
Pero la regulación presenta, adicionalmente, otras ventajas, incluso para las empresas que probablemente se opongan con uñas y dientes. Las coloca a todas ellas en la misma línea de partida en materia de producción sostenible, aunque sea una decidida democráticamente y no por actores privados. El papel de las autoridades de competencia comienza desde ese punto: evitando que repercutan el coste, forzándolas a competir a partir de ese momento en todos los parámetros posibles y asegurando de esta forma no sólo la supervivencia de la población y el respeto al medio ambiente y todo tipo de vida, sino también, ya de paso, del modelo capitalista.