VALÈNCIA. Cristina Ordozgoiti era una adolescente de culo inquieto que se sacaba un dinero poniendo su cara bonita al lado de algunos productos. Vivía en Bilbao y duró un suspiro en Derecho. De ahí se tiró al Turismo, donde uno siempre piensa que podrá viajar y llevar una vida más alegre mientras seguía de chica para todo en la moda. Era la pequeña de una familia con cinco hermanos y le gustaba buscarse la vida.
Uno de ellos, Gorka, se dedicaba a la moda. "Tenía sensibilidad para la moda y la decoración, que son mundos muy unidos. Un año montó una tienda de ropa en Ibiza y por eso aparecí yo por allí. Ya hablaba inglés, estudiaba francés y por eso los veranos siempre terminaba yéndome a Francia. A Inglaterra no quería ir porque era otro Bilbao. Buscaba sol y calor. Al tercer año decidí irme a la Martinica porque hablaban inglés y francés, pero mi hermano me disuadió porque decía que allí estaban todos medio colgados. Por eso acabé en Ibiza".
Era el verano del 99 y Cristina recaló en la isla mágica, donde también pasaba unas semanas Vicente Llorca, cinco años más mayor (él tiene 50 y ella 45), que era representante de firmas de moda. Un día tenían que ir a una fiesta de la MTV en una antigua cantera y metieron a Cristina y una amiga de Bilbao, muy jovencitas, en el coche de Vicente. "Ahí no pasó nada, pero yo creo que nos veía muy crías y estuvo muy pendientes de nosotras". Él tenía pase VIP, pero prefirió quedarse con ellas, pagando las copas, y luego las llevó de vuelta.
No volvieron a verse pero al siguiente verano se reencontraron de nuevo en Ibiza. Volvió a celebrarse la fiesta de la MTV... y Vicente volvió a llevar a Cristina. "Y ahí sí que empezamos a ir juntos".
Vicente había empezado de muy joven a trabajar en el mundo de la moda. Su hermano había fundado una empresa de camisetas pintadas a mano a juego con unas alpargatas de esparto, y él, con solo 13 años, le ayudaba. Luego montó una tienda y una fábrica, y el pequeño siempre iba detrás. Hasta que la empresa empezó a decaer y Vicente, ya con veinte años, entendió que tenía que buscar su camino. Sus dos pasiones le llevaban a una bifurcación: la moda y las motos -fue piloto cinco años y llegó a ser subcampeón autonómico de motociclismo-.
La ropa tiró más y Vicente se echó a la carretera en busca de marcas que representar. "Iba con todo mi morro. En las ferias me miraban y decían: '¿Pero tú qué quieres, pipiolo?'". No le importó la opinión de los demás y, poco a poco, fue cogiendo trabajo y reputación. "He llevado decenas de marcas. Hasta que coincidió con unos distribuidores importantes y muy fachas en un hotel gay de Múnich. "A los meses, en el 97, me ofrecieron la marca Energy, del grupo Sixty. Y eso fue lo que me catapultó".
Ese contrato enterró la imagen del joven novato que dormía en el coche y se alimentaba comprándose fiambre y una barra de pan en un supermercado cuando salía de viaje.
"Eso es lo normal a esas edades", interviene ella mientras gesticula moviendo unos brazos de los que cuelgan los flecos de un jersey negro. Él lleva unas botas negras, unos tejanos con los camales enrollados y una sudadera arrugada y mucho menos cuidada que su legendaria barba y su corte de pelo.
Vicente logró tener su showroom en 1997. Se acabó eso de ir con los muestrarios arriba y abajo. "El primer día que atendí a un cliente allí, pensé: 'Y ahora bajo la persiana y me voy sin más...' Eso fue magia".
Ese lugar de exposición estaba en Ruzafa. Su barrio de siempre. Porque nació y vive en Maestro Aguilar.
Aunque, en cuanto llegaba el verano, el cuerpo tiraba hacia Ibiza, donde amortizaba el verano trabajando en las tiendas de moda, las más punteras, de la ciudad. "Eso, además, te daba acceso a todo". Todo, en la isla de las discotecas, supone formar parte del rebaño de currantes nativos que no paga en los carísimos locales de ocio. "Y eso, a esas edades, era mucho", puntualiza Cristina. Y él añade: "Vivías Ibiza de otra manera. No era solo ir de fiesta; formabas parte de aquello".
Esa segunda fiesta de la MTV enredó sus vidas. Aunque después del tórrido verano cada uno regresó a su ciudad. Ella a Bilbao y él a València. Pero esta vez sin romper el hilo que les unía sentimentalmente. Vicente comienza a explicar lo de la distancia, sus diferentes ocupaciones y tal, cuando ella le corta de golpe. "Es que él me dejó". Era difícil mantener una relación a distancia y él, conociéndose solo de dos meses de verano, no quería que ella se metiera en su vida. Pero a ella le hacía gracia la forma de ser de ese valenciano, lo opuesto al carácter más cerrado de los vascos. "No tienen nada que ver. A mí me llamaba nena y eso me parecía de lo más exótico".
Aquella pareja se rompió pero su atracción permaneció ahí, latente, mientras ella quemaba Bilbao, aunque Cristina lo cuenta de otra forma: "Yo apuré mi último cartucho". Rompieron en diciembre y, al volver a Bilbao, su hermano Gorka le hizo un simpático chantaje: "Si no lloras, te regalo este disco de Sade". Ella se acopló a la vida de Gorka y disfrutaba de sus grupos de amigos, que podían ser, cuando la Compañía Nacional de Danza pasaba por Vizcaya, Nacho Duato y sus bailarines. "Fue un año divertido...".
Entre fiesta y fiesta, Cristina pensó en estudiar para controladora aérea. Y en casa se rieron. "Tengo mucho nervio, así que todos me decían que cómo iba a vivir de eso. Y, como encima era la pequeña, me contestaban: 'Anda ya, calla'". Así que optó por empezar como azafata. Hizo el curso en Air Nostrum, que, en ese momento, estaba en plena expansión.
Ahora es él quien, con una media sonrisa en los labios, interrumpe: "Mi teoría es que Cristina se buscó Air Nostrum para venirse a València y cazarme...".
Ella no lo desmiente, solo se ríe, pero el caso es que retomaron la relación y ya se quedó en València. Era el año 2000 y solo aguantó seis meses en Air Nostrum. "Yo había empezado a echarle una mano a Vicente con la representación. Viajábamos juntos, tenía 26 años, estábamos sin hijos ni grandes responsabilidades, y lo disfrutamos mucho".
Vicente ya había abierto dos tiendas de moda en el Carmen y habían empezado con una marca con la que necesitaban hablar en inglés y a él le venía muy bien el don de lenguas de Cristina. En Air Nostrum se sentía como en el Ejército y no encajó. "Yo soy mucho más jipi que todo eso". Y, además, el negocio iba creciendo muchísimo impulsado por Energy, una marca que cada vez se vendía más y más. Ya habían quedado atrás los días de los bocata de atún en el coche. "Yo todo eso no lo he vivido; yo entré como una princesita", advierte Cristina sobre la época en la que viajaban en avión a Italia, se alojaban en buenos hoteles y disfrutaban de las fiestas que montaba la empresa.
Los dos piensan que sus tiendas del Carmen fueron referentes en la València de principios de siglo, pero también creen que da igual que te empeñes en algo porque la vida te lleva un poco por donde quiere. La pareja ensambló en lo sentimental y en lo profesional. Ella, la joven vasca y pragmática, aportaba la sensatez y la rigurosidad frente a la osadía, la genialidad y la espontaneidad del valenciano. "Yo soy más tranquila y tengo alma de funcionaria, pero él no deja de pensar, siempre está pensando en negocios y en cambios". Cristina dice eso, sin parar de hablar, mientras Vicente la escucha en silencio, dejándole que lleve el hilo de su historia vital.
Y esa historia está en uno de sus momentos álgidos. "Imagínate, tenía 28 añitos y teníamos tres tiendas, catorce empleados y las representaciones iban a tope", introduce Cristina antes de contar que en ese momento decidieron abrir, en la calle Bolsería, el primer 'outlet' de València. "Entonces era una palabra que la gente no sabía ni lo que era". Y así, con el viento soplando de cola, ya con su primera hija, Lola, se mantuvieron hasta 2007, el año en que nació la segunda, Carmen. Y el mismo día del parto, mientras Vicente bajaba por las escaleras del hospital, decidió que había llegado el momento de cerrar las tiendas. "En las tiendas hay que estar y nosotros, con tanto viaje, no estábamos. Las representaciones nos iban tan bien que no podíamos quitarles tiempo para meterlo en las tiendas, que funcionaban pero los números no salían del todo". Su suerte esta vez fue que tomaron la decisión de soltar lastre a unos meses de la llegada de la ya penúltima gran crisis económica en España. "Tuvimos la suerte de cerrar justo antes. Y al siguiente año ya fue la hecatombe", sentencia Vicente.
Vicente ya no era el pipiolo que comía lo que fuera en su coche, y Cristina tampoco era ya la princesita que vivía la época de la abundancia. Aquello había dado la vuelta: habían nacido sus dos hijas y, como les iba tan bien, habían pedido dos hipotecas para pagar el chalet y el piso nuevo. "Y ahí nos metimos un sopapo gordo", reconoce ella. Porque la facturación comenzó a caer en picado. El Grupo Sixty desapareció y, como cobraban doce meses después de hacer las ventas, les voló el dinero de un año. "Pasamos de vender dos millones a facturar uno y medio al siguiente, y así hasta vender 300.000 euros. Y ahí, en 2011, se produce la quiebra y se va todo a tomar por culo".
En esa época, cuando aún entraba dinerito fresco, no paraban de viajar. Iban a las ferias de moda y aprovechaban para recorrer las ciudades y descubrir nuevos conceptos: Berlín, París, Londres, Italia... "Nos empapábamos mucho de lo que se hacía en otros países. Y en uno de esos viajes fuimos a '14 oz.', una tienda súper importante de Berlín, y vimos que tenían un jardín en la parte de detrás. Nos hizo gracia porque allí tenían montada como una feria donde daban perritos calientes, había banquitos con mantas... Nos gustó y surgió la idea de la 'pop up store'. Le dimos vueltas, nos empapamos de lo que era y vimos que Mark Jacobs ya lo hacía en Nueva York, así que decidimos hacer algo".
El problema era que venían de tres concursos de acreedores: el Grupo Sixty, otra marca con la que facturaban "200.000 euritos" y Skunkfunk, que lo hizo de forma voluntaria y Vicente Llorca decidió seguir con ellos. Con Skunkfunk montaron la primera 'pop up' en la planta baja que habían alquilado detrás del Huerto, en Ruzafa, en la calle Pedro III el Grande. Allí tenían una terraza que permitía plasmar aquellas ideas inspiradas en '14 oz.' y Mark Jacobs. Y, de paso, además de montar la primera 'pop up store' de València, aprovecharon la filosofía de la marca para introducir a sus clientes en la importancia de la moda sostenible.
Aquel lugar era diferente, especial, y todo el que pasaba, se asomaba a la puerta para ver qué demonios había en aquel sitio tan molón. Poco a poco fueron refinando las 'pop up'. "Hacíamos actividades para los chiquillos, conciertos, llevábamos a un DJ o venía La Lola y vendía ostras y cava... Buscábamos que fuera una experiencia de compra diferente. Y, por supuesto, cerveza gratis".
En el Huerto estuvieron quince años. Primero, desde 2003, solo como despacho, y luego, ya en 2012, con las 'pop up'. "Tuvimos que buscarnos la vida. Fue a la desesperada", reconoce Vicente. Y ella, que, en principio, hubiese querido una vida más estable, más tranquila, ironiza sobre "lo apasionante que es vivir al lado de Vicente Llorca", un comentario recurrente de los que solo ven sus éxitos y no sus angustias, sus agujeros en el banco y sus noches en vilo. Pero salieron adelante. "Nos hicimos nuestro huequito y nuestro negocio. Pero estaba muy basado en nuestro local".
Y de la moda saltaron a la gastronomía. Solo sabían lo que sabe cualquier 'foodie', que les gustaba comer bien. Nada más. Pero Vicente volvió a sacar su morro y convenció a gente como Jesús, de La Lola, a Jorge Andrés, a Josep Quintana, y, para no parecer que eran unos intrusos en Ruzafa, a uno de los pioneros del nuevo barrio de moda, al propietario de Casa Botella. "Le entré hasta a Ricard Camarena, pero se echó para atrás...".
Después de muchas reuniones y muchas vueltas, lo organizaron para el primer fin de semana de octubre de 2014. Todas sus previsiones volaron por los aires. El viernes les visitaron 1.600 personas y la cola daba la vuelta a la manzana. Tuvieron que cerrar y dejar fuera a mucha gente. Se les fue de las manos. "Morimos de éxito", en palabras de Vicente. "Fue agotador y apasionante. Fue como el planazo del fin de semana. Lo ambientamos en la Toscana con cipreses, balas de paja, todo con lino... Sin plástico. Cuidamos hasta el último detalle".
Cristina, que conserva su acento vasco, encuentra otra lectura para aquel evento. "Siempre he echado de menos ese orgullo valenciano, con el mogollón de cosas buenas que sabéis hacer. ¡Cuánto daño os ha hecho Chimo Bayo! A mí me da mucha rabia, cuando subo al Norte, que se tenga esa imagen del cani y la choni de València. Y por eso me encantaba dar esa imagen refinada, o que no sirviéramos Coca-Cola, solo cerveza y vinos valencianos".
La pareja había levantado el vuelo. Volvían a ganar dinero. Hasta que en las Navidades de 2017, mientras recogían para irse a pasar unos días de vacaciones en Bilbao, como todos los años, Vicente le llama por su nombre, Cristina. "Cuando hace eso, en vez de cariño o ama, es que vienen malas noticias", puntualiza. Y Vicente le llamó Cristina porque acababa de abrir un correo en el que la propietaria de aquel bomboncito de Ruzafa lo quería para ella. "Sin darnos cuenta, habíamos abierto la Caja de Pandora. Porque nadie conocía aquel rincón, ni siquiera la hija de los propietarios, los Monfort, porque tenían muchos inmuebles y no sabían lo que había detrás del Huerto, que también era suyo". Hasta que un día, la hija de la dueña, pasó por la puerta y vio la que tenían montada. Y entonces descubrió que eso podía ser suyo. "Y cuando al fin, después de siete años peleando, habíamos remontado, nos quedamos sin nuestro local".
Aquello fue un golpe. Y se hundieron. Aquellas fueron unas Navidades tristes y Vicente, nervioso, ansioso, se fue de Bilbao y regresó a València. Su cabeza bullía. Había que darle otra vuelta al negocio. Ocultar que les habían echado y vender que se iban a un sitio mejor para crecer. Pero no encontraban ese lugar mágico. Estuvieron seis meses buscando. Mañana y tarde, mañana y tarde. Hasta que dieron con una nave fantástica de 1.600 metros cuadrados en Cánovas, en el Ensanche. Un lugar donde se asentó en 1940 una agencia de transportes, Unitransa. "Los camiones entraban por la calle Burriana -donde sigue la entrada- y salían por Joaquín Costa, por lo que ahora es El Coyote". En 1965 pasó a manos de Faust y Kamman, que lo utilizó como almacén de grandes objetos de fontanería hasta 2005, momento en el que se mudaron a Aldaia.
El matrimonio negoció para quedarse solo con mil metros cuadrados. En el verano de 2018 hicieron las obras, respetando su aspecto industrial y añadiéndole un pequeño jardín en un extremo, y en octubre celebraban su primer evento en la nueva sede. "Fue una locura, pero la vida nos trajo hasta aquí y ahora estamos encantados. Yo aún entro y no me lo creo", celebran Cristina y Vicente, que siguen casados con la moda.