Existen momentos en la historia en los que las relaciones de determinados países se convierten en clave para el devenir del mundo. Por ejemplo, la segunda mitad del siglo XX estuvo marcada por la rivalidad entre la Unión Soviética y los Estados Unidos. Esta se manifestó no solo en la existencia de dos modelos políticos y económicos diferentes, sino sobre todo en las tensiones que estas dos potencias competidoras proyectaron en todo el mundo en un contexto de confrontación mitigada directa (si bien hubo conflictos bélicos calientes focalizados, como Vietnam o Afganistán) que se denominó la Guerra Fría. Sabemos que Estados Unidos y, por extensión, el bloque occidental ganaron esta guerra. De hecho, la caída de la Unión Soviética aupó a los Estados Unidos a la categoría de única superpotencia global. Algunos politólogos, como Francis Fukuyama, llegaron algo ingenuamente a sostener que se había llegado al fin de la historia. Utilizaban esquemas de secuencias derivados del marxismo (sí, ¡el marxismo tiene herramientas de conocimiento social que todavía pueden ser útiles!) para proclamar el advenimiento como hegemónico del sistema democrático liberal. La historia les iba a contradecir pronto con el arranque del siglo XXI, que realmente tuvo lugar el 11 de septiembre de 2001 con los atentados de Nueva York.
Es claro que estamos en una fase histórica de transición desde ese mundo dominado por Occidente y liderado por los Estado Unidos hacia un nuevo orden o desorden mundial. Las fuerzas parecen apuntar a un mundo multipolar, más que bipolar, que estará dominado por diferentes actores. Y en esta nueva situación la relación entre China y los Estados Unidos será determinante.
Esta relación no es nueva, pero es ahora cuando adquirirá su mayor relevancia histórica. Arranca con la Dinastía Qin en 1784 con la llegada del buque americano The Empress of China a Guangzhou (Cantón) y llega hasta la actualidad. Y esta historia es rica en episodios memorables: desde la rebelión de los Boxers contra los ocupantes occidentales hasta la actual situación de abierta guerra comercial, pasando por la ayuda que el Gobierno americano prestó, como mal menor, a los comunistas chinos durante la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, China y Estados Unidos se conocen de antaño, lo que no ha evitado garrafales errores de aproximación y de entendimiento mutuo. Uno de los errores que tuvieron más impacto es el apoyo inicial del Gobierno americano al generalísimo Chiang Kai-shek. No es infrecuente que Occidente no entienda a China, pero en esta ocasión sencillamente el Gobierno americano no percibió el progresivo auge de los comunistas de Mao Zedong y apostaron por Chiang Kai-shek y su entorno (especialmente por su mujer, que era una buena conocedora de la cultura americana) al entender que representaban las aspiraciones populares chinas.
Por otro lado, es innegable que la decisión de Richard Nixon (orquestada entre bambalinas por su maquiavélico y formidablemente capaz secretario de Estado, Henry Kissinger) de aproximarse a China a través de una visita de siete días en febrero de 1972 resultó decisiva para el futuro del país asiático. En efecto, en el Comunicado de Shanghái suscrito por ambos países, se establecieron algunos de los principios que han regido en los últimos 40 años las relaciones entre ambos países, como el principio de “una sola China” (línea roja para el Gobierno de Pekín), que supone aceptar que la isla de Taiwán tenga el rango de facto de una simple «provincia rebelde», sin que pueda en ningún caso considerarse como un Estado independiente. Igualmente, se diseñó y resolvió el futuro económico de China al decantarse esta por una apertura económica que la llevaría a convertirse en la fábrica del mundo. Este desarrollo económico sin parangón, propiciado por los sucesivos Gobiernos chinos desde Deng Xiaoping, ha sido clave para el éxito de China: le ha permitido una acumulación de capital impresionante y ha conseguido sacar de la pobreza a prácticamente 800 millones de personas; además, ha contribuido a la creación de una estabilizadora clase media.
¿Dónde estamos ahora? Probablemente, en un nuevo momento de las mencionadas relaciones, en un momento de transformación que podríamos calificar de decisivo. En efecto, el crecimiento indiscutible de China (a pesar de los agoreros en medios occidentales, no ha habido hard landing ni una desaceleración de la economía), junto con un nuevo liderazgo decididamente más asertivo por parte del presidente Xi Jinping, hacen que la aproximación de China a las relaciones internacionales haya cambiado radicalmente. Por su parte, frente a la mayor presencia de Estados Unidos en Asia preconizada por el presidente Obama —que se plasmó en sus esfuerzos por el TPP (Trans Pacific Partnership), que, entre otras cosas, buscaba aislar a China a través del libre comercio—, la política del presidente Trump es muy diferente. De hecho, una de sus primeras decisiones fue retirarse de dicho tratado. En la actualidad, se constata cierto repliegue de la presencia estadounidense en la región claramente en beneficio de China.
Uno de los ángulos más importantes de la relación es el comercial. La retórica animada por el discurso del presidente Trump (no solo durante la campaña electoral, sino también más tarde) va encaminada a hacer pensar a los ciudadanos americanos que la relación comercial con China no solo daña al crecimiento de Estados Unidos, sino que también destruye sus puestos de trabajo. No obstante, entendemos que estas premisas deben ser matizadas. En la actualidad, la relación comercial entre China y Estados Unidos genera unos 2,6 millones de trabajos en los Estados Unidos en una serie de industrias. Y si la expansión de la clase media china continúa al ritmo actual (se estima que el número de los consumidores chinos de clase media excederá el número total de la población americana en el año 2026), va a propiciar una enorme oportunidad para las empresas americanas, que podrán acceder a esos nuevos consumidores, lo que a su vez podrá contribuir a impulsar el empleo y el crecimiento económico enEstados Unidos.
Por lo tanto, parece más conveniente apoyar a China para que siga profundizando en sus reformas económicas de forma que China levante barreras regulatorias existentes en numerosos campos de la actividad económica, más que enzarzarse en una guerra comercial con el efecto negativo que estosupone. No me detendré hoy en las consecuencias, que podrán ser objeto de análisis detallado próximamente en esta columna.