VALÈNCIA. Cuando comienzo a desayunar a las once de la mañana, oigo las risas de dos niños. Me asomo para verlos jugar en la plaza. Son muy pequeños; el mayor debe de tener seis años y su hermanita sólo tres. Su madre los llama Andrés y María. Les lanza una pelota pero no aciertan a devolverla. Lo intenta de nuevo y chutan a la calle, por donde circula un coche. "¡Te he metido un gol entre las piernas! Vamos 3-1", grita el niño a su madre, una treintañera que lleva recogida su melena rubia y viste unos vaqueros claros y una sudadera azul marino.
Después de desayunar oigo las voces de otros niños y de padres que se saludan. Son vecinos míos. "¡Cuánto tiempo sin veros! ¿Y los niños? ¿Cómo llevan el confinamiento?", se preguntan sin mantener la debida distancia.
Las calles y las plazas del pueblo se han llenado de criaturas que montan en bicicletas y patinetes, o que juegan al fútbol. Muchos llevan mascarillas de adultos. Algunos van con sus dos padres, lo que está prohibido. España es hoy un gran patio de colegio. Han tenido que pasar 43 días de encierro para que los chiquillos puedan salir a la calle. Dichosos ellos y sus papás, dichosos los perritos que acompañan a estas familias aparentemente unidas, y triste de mí y de otros que vivimos solos —viudos, solteros y divorciados— porque seguimos arrestados.
La salida de la chiquillería ha sido recibida con alborozo por las televisiones. En la cadena triste, el abuelo Matías Prats dedica doce minutos del informativo a la noticia. Todo es de un sabor almibarado, de una alegría de regaliz, de un optimismo de piruleta, al servicio de la consigna del Gobierno calamidad para suavizar la tragedia española con chuches para todos, y lograr que fijemos la atención en asuntos divertidos y triviales como la celebración de la Feria de Sevilla en los balcones, donde familias comen jamón ibérico y beben fino delante de las cámaras.
Al final resultará que no eran tan malvados como imaginábamos. Hasta nos dejarán salir a estirar las piernas a partir del 2 de mayo si las cifras acompañan (hoy han acompañado con un notable descenso en el número de fallecidos).
La libertad condicional la anunció el maniquí en su décima o undécima comparecencia. No llevo la cuenta. Desisto de verlo, así me ahorro los insultos. Caceroleo un minuto cuando me entero de que está hablando en la televisión. Es lo único que puedo hacer, además de escribir este diario, para expresar mi descontento con su gestión infame.
El señor García-Page, compañero de partido del maniquí, pide que se refuerce "el control de fronteras" entre regiones cuando se levante el arresto domiciliario. No inventa nada pues esas fronteras existen en el Estado autonómico. Hay comunidades autónomas con fuerte peso nacionalista en las que no se puede trabajar, salvo si es de camarero o limpiadora. Con la pandemia se generalizará una situación que ya se daba en el mercado laboral. Volvemos a los reinos medievales.
Los mafiosos del fútbol (¿por qué todos ellos son calvos?) están tristones porque sus chicos no pueden volver a los entrenamientos. Casi en mayo, lo sensato sería dar por finalizada la Liga y tomar como referencia la última clasificación. Así se salvaría, por los pelos, el equipo de mi tierra. Lo peor es que el Barça, un club en quiebra económica e institucional, volvería a ganar la competición.
Van a prescindir de los agentes uniformados en las ruedas de prensa de los llamados expertos en la epidemia. Sin que sirva de precedente, esta decisión es sensata porque la naturaleza no les ha concedido el don de la palabra.
España sigue batiendo marcas en la crisis del coronavirus. Además de ser el primer país en número de muertos por millón de habitantes, también está a la cabeza en la cifra de sanitarios contagiados por su deficiente protección: el 20% del total. Portugal y Grecia, dos países menos ricos, los han defendido mejor.
Cada día se anuncian querellas criminales contra el Gobierno. Ojalá prosperen y algunos ministros acaben rindiendo cuentas ante los tribunales.
Por fin, la noticia que nos reconcilia con la condición humana es la protagonizada por un periodista muy de derechas, defensor de la ley y el orden, la institución familiar y la religión católica. Se llama Alfonso Merlos. Resulta que cuando hablaba desde su casa para una televisión, una joven semidesnuda se paseaba al fondo de la habitación. Esta joven, compañera de trabajo de Merlos, convivía con él durante el confinamiento. Pero hete aquí que no es su pareja ya que la que hasta ahora lo era es Marta López, nacida de las cloacas de Gran Hermano.
Mi madre me revela por teléfono que Merlos le prometió el matrimonio a Marta un día antes del embarazoso incidente. Así son los hombres.
En Sálvame se han puesto las botas. No todo va a ser defender la gestión del Ejecutivo durante la pandemia.
Ya quisiera vivir en una casa como la del periodista cazado. Cuando me comunico por Skype, lo hago desde mi estrecha cocina. Ninguna muchacha podría lucir palmito a mis espaldas. No tendría espacio. Quede claro que estoy más solo que la una, y si alguien lo duda le recomiendo que siga este diario.