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ELS QUATRE CANTONS / OPINIÓN

Cinco cosas que (quizás) no sabías sobre la Constitución de 1978

Foto: CHEMA MOYA/EFE
13/12/2020 - 

Como todos los meses de diciembre, acabamos de conmemorar el aniversario de la aprobación en referéndum de la Constitución española de 1978. Como ya es casi costumbre, además, en estas celebraciones, la efeméride ha permitido a la sociedad española constatar que tanto el texto constitucional como las instituciones que se apoyan en el mismo están pasando por una crisis de los 40 de las buenas, de las de antes, cuando el running generalizado no había logrado que los achaques quedaran postergados al menos una década. Con la Jefatura del Estado al frente, como símbolo más evidente no sabemos si de la Unidad de la Patria pero sí al menos, y de forma clara, de la carcoma de corrupción estructural que tiene debilitadísimos los fundamentos mismos del pacto social, los fastos del pasado 6 de diciembre han permitido constatar también el enroque de nuestras elites, que nos han dejado claro por un lado que todo va fenomenal y, por otro, que aquí, pase lo que pase, no se toca nada no sea que por hacer alguna mejora se vaya a liar la cosa. Que una cosa es libertad y democracia y otra ejercerlas así impunemente contra los buenos tutores que saben lo que nos conviene. Es decir, un poco lo de siempre por estos lares, con el núcleo irradiador a sus cosas.

Llamativa como es la situación, resulta más sorprendente aún que tras 42 años de festejos siga habiendo tantos aspectos sobre la Constitución española de 1978 que siguen sin ser conocidos por mucha gente, probablemente debido a que, en general, suelen ser bastante mal explicados. Aquí va una selección, estrictamente personal, de pequeñas cositas sobre la Constitución “que nos dimos entre todos” que en mi experiencia personal hay mucha gente que desconoce hasta el punto de que se sorprende enormemente cuando alguien las comenta -e incluso en ocasiones hay quien opta por no darles crédito, directamente, por mucho que no se trata de cuestiones valorativas sino de una exposición objetiva, y muchas veces directamente fáctica, más bien difícil de desmentir-. Obviamente, no es éste un listado exhaustivo de posibles rarezas, anomalías democráticas o insuficiencias, en parte porque no todo lo que viene a continuación lo son y en parte porque de aquéllas habría, desgraciadamente, algunas más. Además, ni siquiera son necesariamente las cinco más relevantes, sino simplemente algunas que, desde esa perspectiva totalmente subjetiva, me resulta curioso que en ocasiones puedan ser obviadas, desconocidas o negadas y que estos días revolotean en el ambiente. Allá van:

1. La Constitución no instauró la Monarquía ni todos los españoles, a continuación, optamos por ella en referéndum frente a cualquier otro posible modelo -empezando por una posible República-. La afirmación de que la instauración de la Monarquía borbónica -más bien, reinstauración; en concreto, la tercera reinstauración de esta dinastía en dos siglos- es operada por la Constitución y votada en referéndum por los ciudadanos es tan frecuente como sorprendente.

Frecuente porque es la respuesta inmediata que todos los expertos, analistas y sospechosos habituales del entramado mediático e institucional del régimen suelen dar frente a cualquier crítica a la institución y propuesta de una consulta popular sobre la necesidad, o no, de dar paso a una República.

Acto conmemorativo del Día de la Constitución en el Congreso. Foto: J. Hellín. POOL / Europa Press

Sorprendente porque, para bien o para mal, es absolutamente evidente que en ningún caso las cosas fueron así. Tanto la reinstauración de una Monarquía como la elección de qué dinastía sería la encargada de reinar y aún de qué persona en concreto de esa dinastía sería la que le sucedería, a título de Rey, en la Jefatura del Estado, fueron decisiones personalísimas y exclusivas del candorosamente llamado durante años por Casa Real “anterior Jefe del Estado”, esto es, de Francisco Franco Bahamonde – quizás les suene más como el personaje anteriormente conocido como “Caudillo de España por la Gracia de Dios”-.

Los ciudadanos españoles convocados a votar en referéndum el texto constitucional ese mítico 6 de diciembre de 1978, por lo demás, en ningún momento se enfrentaron a una decisión sobre la monarquía frente a la república ni nada equivalente. En primer lugar, porque se votaba un “pack indivisible” -a la manera de ciertos productos en los supermercados de hoy en día- pero, y sobre todo, porque fuera cual fuera el sentido del voto la monarquía ahí estaba ya y ahí se quedaba en todo caso… dado que su existencia y supervivencia en nada dependía de lo que los ciudadanos decidieran ese día.

De hecho, y en todo caso, lo que sí se podría afirmar es que ese día los españoles que pudieron votar -básicamente todos los que en la actualidad tienen más de 60 años- debían decantarse entre una Monarquía con poderes enormes o un modelo de Jefatura del Estado mucho más embridado jurídicamente y supeditado en su acción a la soberanía popular… y que optaron claramente por esta última opción, esto es, por el modelo que quitaba al Rey todos los poderes posibles.

2. Dos artículos de la Constitución fueron introducidos en el texto, en su versión definitiva, tras ser enviados directamente por motorista desde el Estado Mayor del Ejército. Y dos artículos, además, no menores. En concreto la idea de que todo el entramado constitucional e institucional se ha de fundamentar en “la unidad indisoluble de la Nación española patria común e indivisible de todos los ciudadanos” (art. 2 CE) y la de que las Fuerzas Armadas tienen como misión específica la defensa de esta integridad territorial (art. 8 CE).

Ambos artículos, por lo que contó Jordi Solé Tura, uno de los miembros de la ponencia constitucional que redactó el texto sin que ninguno de sus compañeros lo haya desmentido nunca, les fueron directamente remitidos por motorista -como gustaba enviar sus cositas, por cierto, al señor del que hablábamos arriba- desde la autoridad competente -militar, por supuesto- para estas tareas, con indicación expresa desde el Palacio de la Zarzuela de que el texto remitido había de ser incluído en el texto constitucional tal cual.

Se trata de una anécdota que ejemplifica bien, al menos, tres elementos que conviene no olvidar sobre ese momento histórico. De una parte, la engrasada conexión entre el Jefe del Estado y las Fuerzas Armadas, que a día de hoy sigue plenamente vigente, más de 45 años después de la muerte del dictador surgido de una revuelta militar -es claro, por así decirlo, que la Familia Real no forma parte de los 26 millones de españoles tenidos por “fusilables”, así para empezar, llegado el momento-. De otra, cuáles eran -y es presumible intuir que siguen siendo- las obsesiones y líneas rojas fundamentales de nuestras Fuerzas Armadas -rojas también por eso de que “antes roja que…”-. Y, por último, dado que el encargo del motorista pasó efectivamente al texto final de la Constitución sin que se tocara una coma, hasta qué punto la redacción del texto estuvo en su momento influida y condicionada por una serie de presiones y poderes no democráticos que explican parte del resultado.

Ninguno de estos tres elementos conduce en sí mismo a negar la importancia del texto constitucional ni hasta qué punto ha sido importante y útil para la transformación democrática de España. Pero sí obligan a poner en su debido contexto lo que se hizo en su día. Algo que permite entender algunas de sus insuficiencias y, muy probablemente, debiera obligarnos a reflexionar un poco sobre si, superadas varias décadas después este tipo de tutelas -o eso sería de esperar, vaya-, no valdría la pena revisar algunos de sus contenidos desde un debate democrático más libre de este tipo de constreñimientos.

3. La Constitución española reconoce al Jefe del Estado una inviolabilidad que, en la práctica, no tiene parangón en ningún otro país democrático. Se ha hablado mucho en España, al menos en los últimos años, sobre si éramos o no campeones del mundo en aforamientos y esas cosas. Mucho menos, aunque la cosa está cambiando por la afloración de algunas de las obscenas de este cerrojazo, de cómo se reconoce al Rey una inviolabilidad casi absoluta que es radicalmente incompatible con el entendimiento habitual de la figura en el resto de sociedades democráticas de nuestro entorno.

En efecto, por ahí fuera nadie duda de que las actividades privadas de un presidente de la República no quedan ni mucho menos necesariamente cubiertas por la inviolabilidad que se le reconoce en tanto que tal para el ejercicio de sus funciones públicas. Tampoco es nada habitual que se traslade este privilegio al ámbito civil ni, por supuesto, se acepta que proteja también tanto la actividad anterior como la posterior a acceder a la Jefatura del Estado.

En España, por el contrario, aunque es cierto que más por una interpretación extensiva de nuestros muy cortesanos medios de comunicación, juristas de cámara y altos tribunales que porque la Constitución así lo establezca expresamente y sea por ello jurídicamente impepinable abonarse a esa interpretación, se ha convertido al Jefe del Estado -y por extensión, no pocas veces, a su familia, amigos y compañeros de negocios- en una especie de ente celestial legibus solutus -no sometido a ninguna ley, porque todas las podría incumplir sin que pasara nada- que no podía pecar, ni delinquir ni hacer nada mal -ya se sabe, King can do no wrong!-.

Acto conmemorativo del Día de la Constitución en Alicante. Foto: GVA

En un repaso rápido, es sabido que a día de hoy se considera que la inviolabilidad regia a la española cubre tanto las actividades civiles privadas del monarca incluso si son anteriores a su acceso a la Jefatura del Estado, y por esta razón el Tribunal Supremo se negó a amparar el derecho a conocer la paternidad -que recordemos, es un derecho fundamental de todos los españoles también constitucionalmente reconocido, tan importante que incluso si eres Julio Iglesias puede derivarse en que se te generen obligaciones- de un ciudadano, ampliando así el ámbito de la inviolabilidad de forma sorprendente a unos tiempos en que aunque Juan Carlos de Borbón ya vivía en Zarzuela a gastos pagados por decisión de Franco no ocupaba ningún cargo público. Es cierto, no obstante, que esta cuestión en principio privada podría tener una derivada pública, pues la propia Constitución española establece la prioridad del varón en la sucesión en la Jefatura del Estado, y dentro de los varones del de mayor edad, así como, a la vez, la absoluta igualdad de derechos entre los hijos tenidos dentro del matrimonio y los de fuera del mismo, por lo que haber seguido con las indagaciones podría haber conducido a un problema sucesorio de Estado. En cualquier caso, se trata de una anomalía evidente.

Como también lo es que el Tribunal Supremo, tanto su Sala de lo penal como su Fiscalía, haya dejado reiteradamente sentado que negocios privados sobre los que se ciernen importantes indicios de delito, al haber sido realizados mientras se ocupaba la Jefatura del Estado, quedan también cubiertos por la inviolabilidad. Sobre ellos nada se ha de poder decir ni investigar, para gran alegría no sólo del anterior Jefe del Estado, claro, sino también de todos los emprendedores intachables y compiyoguis varios que lo acompañaban en las cacerías, juergas y negocios asociados, pues si éstos eran directa consecuencia de la actividad inviolable… tampoco podrán ser analizados.

Yendo un paso más allá, el Tribunal Constitucional ha establecido que la inviolabilidad también impide el análisis y crítica política del Rey o de la Monarquía hecho por otros poderes del Estado. En obediente aplicación de esta tesis ha prohibido reiteradamente a parlamentos autonómicos, como el de Cataluña, que siquiera debatan sobre la institución -recientemente incluso amenazando con iniciar procedimientos penales contra los diputados que componen la mesa del parlamento si se osara hablar de esos temas contra sus indicaciones-.

Y, como en esto de mantener posturas genuflexas democráticamente indignas, en este país, nadie quiere quedarse atrás, los letrados del Congreso de los Diputados se han expresado últimamente de forma reiterada en idéntico sentido, considerando que sería inconstitucional no ya debatir sobre estos temas, sino también sobre los posibles negocios ilícitos del Rey emérito… incluso si lo que se debate o investiga son las comisiones ilícitas pagadas y cobradas a cambio de contratos o las cuentas off-shore que van apareciendo por ahí. ¡La inviolabilidad bien entendida empieza por que ni siquiera se pueda hablar en público de estas cosas tan feas, algo que con convicción han defendido también PSOE, PP, Cs y VOX, constituidos en valladar político para que el parlamento no deba tener que analizar cosas de mal gusto!

En este sentido, el autoimpuesto silencio sobre las actividades de la institución de toda la prensa española, que desde siempre entendió que era su deber no contar nada sobre lo que de verdad ocurría -y que con verdadera obscenidad reconocen muchos que callaban a sabiendas… dejando percibir que siguen callando lo que ahora ocurre-, no sería sino una manifestación, avant la lettre, de un declinamiento totalmente coherente de esta peculiar idea de inviolabilidad. ¡Ni hablar mal del Rey se puede, oiga! Que como lo haga alguien en canciones o en Twitter, además, llega la Audiencia Nacional. Eso sí, todo envuelto en discursos de Navidad, convenientemente jaleados, y mucho análisis a cargo de los expertos públicos y concertados con sus maracas, explicándonos ese hit del verano desde 1978 de que “la ley, ya se sabe, es igual para todos”.

4. Cambiar ciertas partes de la Constitución es muy difícil. La mala noticia es que, además, si algunas de estas cositas no nos gustan, e incluso si no gustaran a una amplia mayoría de la población, cambiarlas no es nada fácil. Como explicó también en su momento Francisco Franco, refiriéndose precisamente a la sucesión en la Jefatura del Estado, estaba y está todo “atado y bien atado”. De manera que, a diferencia de la regla para la aprobación de la Constitución española de 1978 en sí misma, cuando bastó con una mayoría de los votos en referéndum y ya está, sin umbrales mínimos de participación ni nada, si se trata de cambiar cualquiera de estos blindajes o inviolabilidades, mejor vayan haciéndose a la idea de que no va a ser nada fácil.

Por un lado, porque sabemos que nuestras elites tienen pocas ganas de ponerse a ello y el principio de pereza procesal y política es lo que tiene: ¡si se puede no trabajar, mejor! Por poner algún ejemplo, ya hay varios parlamentos autonómicos que han enviado, tras aprobarlo por mayoría en sus respectivas cámaras, algunas propuestas de reforma, como de hecho permite la propia Constitución.

Uno de ellos, el valenciano, para ver si así, tocando un par de cositas en el propio texto constitucional, superamos la peculiar jurisprudencia del Tribunal Constitucional que en materia de Derecho civil valenciano ha anulado las leyes de les Corts valencianes, dictadas en desarrollo del Estatut d’Autonomia, sobre cuestiones matrimoniales, de custodia de niños y demás con el bastante peculiar argumento de que como los valencianos fuimos conquistados en 1707 militarmente, el “justo derecho de conquista”, combinado con que el Caudillo nunca decidió personalmente devolvernos la codificación civil a diferencia de lo que hizo con otros territorios, ha de provocar que la Constitución no pueda aceptar ese tipo de leyes en nuestro caso. Obviamente, no se tienen noticias de que en las Cortes Generales se hayan puesto aún a ello. ¡Qué pereza!

El récord de España, con todo, lo tienen los asturianos, cuyo parlamento envió hace ya más de 6 años de nada una propuesta de reforma constitucional ampliando las posibilidades de iniciativa legislativa popular, a fin de hacerla más sencilla y accesible y tratar de incrementar un poco la porosidad democrática de nuestro sistema. En una bonita manera de dejar claro de qué va la cosa, hemos cambiado ya incluso de crisis económica desde entonces y las Cortes Generales siguen sin haber encontrado un huequecito para mirárselo.

De todos modos, esta pereza pueda quizás entenderse y tener una cierta explicación dadas las dificultades del procedimiento de reforma constitucional. Y es que, ya se sabe, los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía, porque ponerse a la faena sabiendo que va a quedar en nada la cosa, como que no apetece.

Dentro del modelo “atado y bien atado”, nuestra Constitución se ha reformado sólo dos veces, en 1992 para poder dar derecho de sufragio también pasivo en algunos casos a los ciudadanos de la UE residentes en España y en ese milagroso verano de 2011, en cuarenta días mal contados de agosto y septiembre, para anteponer el pago de los intereses de la deuda a cualquier otra obligación financiera, incluyendo los derechos sociales. En ambos casos, como puede verse, rapidito, sin mucho debate, sin referéndum… y por presión europea. En ambos casos, con acuerdo de los dos grandes partidos de entonces. En ambos casos, sobre partes de la Constitución que no requerían procedimiento agravado de reforma. En ambos casos, sobre elementos que no suelen ser los que gran parte de la ciudadanía estima prioritario cambiar.  Y aun así, habiéndose demostrado lo facilito que puede ser reformar ciertas partes del texto, esta opción se ha empleado bien poco. ¡Ay, la pereza!

Consideremos, si ya en las partes más fáciles la cosa se ha trabajado poco, lo que puede suponer reformar, en cambio, algo que afecte a los contenidos más protegidos del texto, como los derechos fundamentales o, tachán, ¡la Corona!: mayoría de dos tercios en las Cortes, disolución de las mismas y elecciones, referéndum popular y aprobación por las nuevas Cortes con idéntica mayoría. Normal que dé pereza y que ni siquiera reformas altamente populares como eliminar la prioridad del varón en la sucesión en la Jefatura del Estado se acometan… no vaya a ser además que, ya puestos, alguien tenga malas ideas.

Máxime cuando, además, analizado lo fácil que es a ciertas opciones políticas o a ciertos territorios, dado el sistema electoral vigente -cuyo origen es también, por cierto, preconstitucional, ya se sabe, todo “atado y bien atado”- alcanzar ese tercio de la representación que les facilite bloquear cualquier posible reforma con apenas un 15 o 20% de respaldo popular, estamos hablando de un mecanismo de bloqueo, en la práctica, imposible de superar si lo que se pretende es hacer cualquier reforma que vaya más allá de la mera mejora cosmética.

No es de extrañar, por ello, que cada vez más gente se manifieste en favor de explorar antes la ruptura constitucional e ir a un proceso constituyente -que tiene la ventaja, como demostró la Constitución de 1978, de que con una mera mayoría en la votación popular es más que suficiente si hay legitimación procedimental y apoyo popular a esta vía- que perder el tiempo con ese tortuoso camino que sólo anticipa fracasos y frustraciones.

Esta vía tendría, por lo demás, la ventaja de suponer la primera ruptura jurídica estructural desde el 18 de julio de 1936, eliminando el desagradable hecho de que la fuente última de legitimidad de nuestro sistema siga siendo aquélla. Una fuente de legitimidad que, en ausencia de ruptura en 1978, dado que el proceso se hizo “de la ley a la ley”, ha llevado a nuestros tribunales y al Tribunal Constitucional a tener claro que en caso de conflicto de legitimidades en cualquier relación jurídica había de primar la nacida de la lógica jurídica derivada del día del Alzamiento Nacional. Lo que tiene efectos que van desde lo patrimonial -toda la legalidad franquista sigue pasando por delante de la republicana en las relaciones familiares, herencias y demás- a lo simbólico -con el Tribunal Constitucional ignominiosamente dedicado a explicar que las condenas a figuras como Miguel Hernández son perfectamente correctas a la luz de la legalidad actual- o lo anecdótico -el Llevant UE sigue sin tener reconocida la Copa de España que ganó en la competición jugada durante la guerra en la zona republicana, mientras que la Copa jugada en zona nacional y ganada por el Sevilla FC sí computa como título oficial-.

5. No todo debería ser resuelto, ni lo es, por la Constitución… pero tenemos un modelo institucional y constitucional empeñado en minimizar el peso de la deliberación y participación democrática. Un último elemento que se suele destacar poco de la Constitución, y con el que me interesa acabar esta enumeración rápida, es que ni en la española de 1978, ni en ninguna Constitución que aspire a funcionar medianamente bien, pueden ni deben estar todas las respuestas.

Así era el texto que se aprobó hace 42 años, suficientemente amplio y flexible para que cupieran en él muchas posibilidades de desarrollo y concreción política, dependiendo de la voluntad popular expresada por los ciudadanos. Ello es, además, especialmente importante en un texto constitucional que, como se ha dicho, es muy difícil de modificar en alguna de sus partes.

Sin embargo, cierto “fundamentalismo constitucional” reciente, muy aclamado por algunos sectores -lógicamente, los que tienen mayoría en los órganos encargados de interpretar el texto, aunque no la tengan en los que vehiculan la voluntad de los ciudadanos- nos ha llevado cada vez más a entender la Constitución como un catequismo del que habríamos de extraer siempre los mandatos correctos en lugar de como un campo de juego donde se pueden concretar muchas alternativas, todas ellas perfectamente válidas, siempre y cuando sean reflejo de la voluntad popular.

Nada define mejor esta evolución, ni permite ilustrar de manera más clara lo peor de sus consecuencias, que lo ocurrido con la Constitución en cuanto al desarrollo del modelo autonómico y la cuestión territorial. El Título VIII de la Constitución de 1978 es manifiestamente abierto, reflejo de la imposibilidad de alcanzar un pacto más concreto en ese momento, que hace al constituyente optar por diferir sus detalles a un posterior desarrollo democrático, por medio de los estatutos de autonomía y la intervención legislativa las cortes generales -encargadas, además, de aprobar aquéllos-.

Este diseño, y el consenso general sobre su carácter flexible y abierto, saltó por los aires cuando, haciendo caso omiso a la voluntad popular expresada tanto por los catalanes como por el resto de españoles, el Tribunal Constitucional decidió en 2010 que en realidad la Constitución definía un muy concreto modelo territorial -por lo demás bastante centralista y hostil al reparto territorial del poder, muy del gusto de ciertas elites del centro de la península con mucho poder aunque no se correspondan con la mayoría de los ciudadanos- y que todo lo que se saliera del mismo debía ser anulado, dando inicio a una crisis política que más de una década después todavía dura. 

La Sentencia que se “cepilló” del todo el Estatuto catalán de 2006, tan aclamada por la mayor parte de las elites y guardianes de las esencias, que desde entonces además han doblado la apuesta, contrasta con una reiterada manifestación democrática de la voluntad de los ciudadanos, tanto en Cataluña como en las elecciones a Cortes Generales, en un sentido muy distinto. Razón por la cual el Tribunal Constitucional, doblando su apuesta por la rigidez, ha seguido teniendo que anular más y más iniciativas. Ya veremos hasta cuándo y lo que dura la obsesión. Esperemos que no mucho más, para no incrementar los daños. Porque, mientras la cosa siga así, los achaques y problemas estructurales y del régimen no van a hacer sino incrementarse.

Mucho mejor, y más coherente con lo que el propio texto original de la Constitución de 1978 preveía y entendía, sería volver a una comprensión, por lo demás también habitual en el resto de democracias occidentales, más generosa con las posibilidades de desarrollo y evolución de las pautas en que desarrollamos la convivencia y el reparto del poder a partir de las preferencias democráticamente manifestadas por la población en las sucesivas elecciones.

Aunque no sea la defensa y profundización de la participación popular en las instituciones de forma poco mediada ni demasiado intentsa, y justo es reconocerlo así también, uno de los rasgos más característicos de la Constitución española de 1978, mientras ése sea el texto con el que contamos mejor nos iría si nos esforzáramos por interpretarlo guiados por ese vector. Hemos de olvidar de una vez por todas las instrucciones que el motorista del que hablaba Solé Tura entregó a los constituyentes de parte de esos que consideraban, y siguen considerando hoy, que la mejor solución pasa por ignorar los deseos de la mayoría de los españoles -dado que ahora queda mal fusilar en exceso- en vez de establecer los mecanismos para cuidarnos de descubrir cuáles son y atenderlos. Por lo demás, y en el fondo, seguimos siendo muchos los españoles que pensamos que el entendimiento correcto de la Constitución, en su globalidad, va también en esta misma dirección.

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