VALÈNCIA. Este verano he visto Riefenstahl (Filmin), un documental dirigido por Andres Veiel en 2024, dedicado a Leni Riefenstahl, la cineasta que, con enorme talento y absoluta falta de moralidad, creó la iconografía nazi en dos films impresionantes: El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1934), sobre el desarrollo del congreso del Partido Nacionalsocialista en 1934 en Núremberg, al que acudieron 700.000 personas, y Olimpia (1938), sobre los Juegos Olímpicos celebrados en Berlín en 1936. La obra de Riefenstahl es un buen desafío para quienes nos dedicamos a esto de analizar películas y explicar la historia del cine. Ambos títulos son verdaderas obras maestras desde el punto de vista fílmico y artístico, y han ejercido una influencia enorme en el cine posterior, solo que están claramente al servicio del mal con una clara función de herramientas de propaganda.
El caso es que he visto el documental por motivos profesionales, porque, la verdad, ganas de verlo, lo que se dice ganas de verlo, no tenía. Por dos razones. A) porque, como ustedes, ya estoy un poco saturada de ver cosas nazis todos los días en la realidad, qué asco, y, francamente, revisar la figura de la cineasta no me apetecía nada en este momento. B) porque también estoy cansada de documentales biográficos al uso, convencionales y conformistas, que no aportan nada desde el punto de vista cinematográfico, estando su único interés y valor, cuando lo hay, en la historia que cuentan o en la persona que retratan, pero no en cómo lo cuentan. Que sí, que es importantísimo traer al presente según qué cosas, recuperar memorias perdidas, reenfocar aspectos del pasado, dar la vuelta a los clichés, descubrir realidades ocultas y todo eso, pero, por favor, con un poco de brío, singularidad y mirada propia, que esto no consiste en ir poniendo una cosa detrás de la otra sin más, confiando en que el tema lo subsane todo.
Así que con esta disposición de ánimo me puse a ello y, qué bien viene a veces que la experiencia te rompa las expectativas, me encontré con que: A) su visionado me provocó reflexiones inesperadas y casi una revelación que ahora les contaré, y es el motivo por el que escribo este texto, y B) el documental no es convencional ni conformista, y tiene mucho valor cinematográfico, con su brío, su singularidad y su mirada propia. Por supuesto, B tiene bastante que ver con lo que pasó en A.
Voy con la casi revelación. Verán, soy historiadora, es mi formación, y la Alemania nazi y todo ese periodo nefasto de la historia contemporánea lo he estudiado varias veces y desde distintos puntos de vista: cómo el ascenso del nazismo vino propiciado por la crisis económica y social; el sentimiento de humillación tras perder la Gran Guerra, las colonias y la posición dominante en el mundo; el nacionalismo a ultranza que infundía un orgullo perdido a los humillados; la sensación de pertenencia al grupo de los elegidos, esa raza superior que había sido ultrajada, etc. etc. Añadan todas las explicaciones psicológicas, sociológicas, políticas y económicas que quieran, porque este, como todos, fue un proceso complejo que no se explica por una única causa.
Así pues, en teoría conozco datos y razones para responder a lo que todo el mundo que no es nazi, ultra o equidistante se pregunta: ¿cómo fue posible tanto horror? ¿Cómo se llegó a asesinar a millones de personas según un procedimiento industrial y científico que implicaba a mucha gente en el proceso y a toda una sociedad que decidió no mirar o pasar de ello? El problema es que los datos y las razones no acaban de funcionar del todo, porque ahí ha habido siempre algo inexplicable, irracional, inconcebible. Y aunque la gran Hannah Arendt nos ayudara tanto a entenderlo con aquello de ‘la banalidad del mal’, que tanto sirve para explicar lo sucedido como lo que de vez en cuando vemos en la vida cotidiana, aun así, algo se nos escapa.

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¿Y qué me pasó viendo Riefenstahl? Que, de golpe, lo entendí. O, mejor dicho, lo vi y lo sentí. Que se llegara a ese horror colectivo ya no me parecía tan inexplicable ni inconcebible. Todo se ordenó. Encontré el sentido en la actitud, la pose y las palabras de la cineasta (¡qué personaje!), en su absoluta frivolidad, pura indiferencia. Porque esta señora, además de muy narcisista y cínica, era totalmente frívola en el peor sentido de la palabra, con esa incapacidad constante para hacerse cargo de su entorno, de su tiempo, de sus actos y de lo que su obra supone. Y llegar a esa comprensión fue posible porque el creador del documental no se ha limitado a poner las cosas unas detrás de otras al modo de un relato biográfico al uso, ni a confiar simplemente en el poder de los materiales inéditos que presenta, que son unos cuántos y bien interesantes. Vemos intervenciones públicas de Riefenstahl, en televisión o en otros sitios, fragmentos de sus films, fotografías y documentos personales, conversaciones con gente de su entorno. Todo ello contado con saltos temporales que vuelven, una y otra vez, a la pregunta esencial, es que cuesta tanto de responder: ¿por qué hizo lo que hizo? ¿puede asumir de una vez la responsabilidad de haber creado obras de gran belleza que enmascaran el horror máximo?
A veces, con las formas y la libertad propias de un video ensayo, indaga con lentos movimientos de cámara o zooms de aproximación dentro de las imágenes de Riefenstahl o creadas por la cineasta, o bien detiene la cámara en algún punto de ellas, obligándonos a mirar algo que, gracias al montaje visual o sonoro, o a veces el puro silencio, se va a llenar de sentido. Rimas, ritmos, cadencias que nos perturban y que añaden grosor a esa actitud desafiante de la cineasta, esa pose de “a mí que me cuenta, todo el mundo admiraba y seguía a Hitler, dejen de pedirme explicaciones”.
Pero esa casi revelación, ese fogonazo de comprensión que me asaltó viendo el documental creo que no hubiera sido posible en otro momento, por más que Riefenstahl merezca mucho la pena. La deshumanización, la violencia y el discurso de odio de la ultraderecha cada vez tienen más adeptos y está de moda ser mala persona, esto es, indiferente al sufrimiento de los otros, y se alardea de ello. Convivimos con un genocidio en marcha (#FreePalestina) y, a diferencia del anterior, contado en tiempo real a través de todo tipo de pantallas. Y con la hambruna de Sudán. Y con los niños en las minas de coltán de la República Democrática del Congo. Y con el borrado de las mujeres en Afganistán. La frivolidad, la indiferencia o la banalidad, llamémoslo como queramos, encumbran, como entonces, al fascismo. Con todo ello, el eco entre el pasado y el presente se hace ensordecedor viendo el documental. E insoportable. Francamente, por mucho entendimiento que suponga, creo que hubiera preferido seguir sin ese fogonazo de lucidez y con la duda de cómo fue posible tanto horror.