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Alberto Morais: "Un pueblo permite observar una sociedad a escala microscópica"

VALÈNCIA. El valenciano Alberto Morais encadenó la producción de tres películas en apenas seis años. Para su cuarta producción, La Terra Negra, el público ha tenido que esperar casi una década. Además de las complejidades de la producción de una película independiente en España, tal vez este largo proceso tenga que ver la profundidad con la que querido contar la historia de Miquel, un hombre con un aura mística que llega a trabajar a un molino familiar a punto de la quiebra. En una situación muy precaria que inunda todo el pueblo, la violencia latente se desata. María, una de las hermanas que gestiona el molino, se refugiará en él y viceversa. La película se estrenó el pasado viernes en cines.

— ¿En qué coordenadas tenemos que entender la relación de los dos protagonistas, María y Miquel? Hay espacio para cierta ambigüedad…

— Yo creo que a ellos el sistema les ha fracasado. Se sienten fracasados y desplazados, y han decidido que ya no están en él porque tampoco van a hacer caso del sistema. El sistema los tira fuera: uno porque ha estado en la cárcel, que es un estigma, y la otra porque lo ha intentado todo, hizo lo que le dijeron que tenía que hacer, huyó para poder ser independiente y no lo consiguió. Como ocurre muy a menudo ahora, tiene que volver con el rabo entre las piernas a trabajar en el sitio que más odia.

De pronto se encuentran dos personas que sienten lo mismo, que sienten el dolor del otro, y se interesan mutuamente. La naturaleza de ellos es de bonhomía, aunque esté muy rota. Él es algo más trascendente, un personaje más simbólico: aunque tiene su realidad, ha dejado un poco lo terrenal, está harto de todo. Ella todavía no ha dejado lo terrenal, no está preparada —o no quiere—.

Lo que hay entre ellos es una admiración especular: son auténticos, honestos consigo mismos y con los demás, no tienen dobles juegos. Eso genera una admiración mutua, un compañerismo, como dos personas que se encuentran en el desierto y recorren un leve camino juntos. No es una historia de amor, tampoco de amistad, pero sí de compenetración, de sentir que estás con una persona que ha sufrido lo mismo que tú y a la que puedes entender por primera vez desde hace mucho tiempo. Esa es la realidad fundamental.

— En la película se despliegan un catálogo de diferentes violencias y relaciones de poder que están entretejidas y son interdependientes. Pero da la sensación de que la mayoría, si no todas, están determinadas por lo material: porque falta pagar a los proveedores, porque la granja no da dinero suficiente, porque un personaje llega en busca de trabajo… La realidad material y económica de los personajes es lo que desata todo.

— Sí, lo mueve todo: la economía de las cosas. Parece que estamos en una eterna crisis del sistema capitalista. Siempre nos hablan de crisis. Desde el cambio de siglo: la de los 90, luego las subprime en 2008, ahora la inflación… Y España siempre está en crisis económica, nunca parece salir de ahí. Yo creo que es un modo de llevar a la sociedad, de poner a la gente al límite, de meterla en un discurso muy capitalista de acumulación de capital, de objetos, de cosas.

Y eso tiene que ver con el poder. La economía de las cosas te da poder. Si tú crees que mereces un sitio, como David, que se siente heredero patrimonial de la tierra por su padre y por generaciones anteriores, ahí hay un discurso detrás muy ligado a la tradición nacional-católica española. Todo es muy material.

Incluso entre amigos tienen sus cuitas: todos se deben dinero entre ellos y, a la vez, uno deja que los demás se endeuden porque los necesita. Ella no quiere depender de ellos económicamente. Tienes toda la razón: es un análisis marxista de la película. Son relaciones materiales de producción y de cómo afectan a los niveles culturales y emocionales de las personas.

— En todo caso, parece que has querido evitar el brochazo gordo con el que a veces se pinta, en positivo o en negativo, al medio rural o el sector primario. ¿Ese era el primer cuidado que había que tener con una trama como esta?

— Sobre todo un urbanita como yo. Yo no vengo de un pueblo, nunca he vivido en uno, no tengo los referentes para contar cómo se vive allí. Pero esta historia se cuenta tal y como yo la he vivido. Estuve en Asturias con una amiga valenciana que tiene familia allí, y con una hija nos quedamos en un molino con una casa al lado. Podría haber puesto “basado en hechos reales”, porque yo estuve cargando sacos de pienso de 50 kilos, llevándolos en una C-15 a varios pueblos cercanos. Allí vivía un amigo, muy buena persona, alcohólico, que llegó a estar en la calle y trabajaba en el molino todo el día. El dueño, que era familiar, le pagaba con alcohol para mantenerlo atado, y dormía en la casa. Era todo muy endogámico, vidrioso, enfermizo.

Pero no quería hacer una película de sucesos, ni un western, ni una película sobre la España vaciada. Me interesaba más la condición humana y, simplemente, creo que en los pueblos pequeños puedes ver las relaciones sociales más definidas que en las ciudades. En las ciudades estamos más disueltos, salvo en contextos concretos como la escuela o el trabajo. Un pueblo permite observar una sociedad en conjunto, pero en escala microscópica.

— En la película está presente el Agnus Dei de Zurbarán y acaba con un fragmento de la Pasión según San Mateo de Bach. ¿Qué buscabas con ese carácter sagrado, místico?

Es que me interesa mucho. Esta es una película que yo siempre he vinculado a cierto grado de neorrealismo. Y cuando a Roberto Rossellini le preguntaban si era el padre del neorrealismo, él decía que no lo tenía muy claro, pero que si tuviera que definirlo sería como “amor al prójimo”.

Esa frase, tan cargada de algo sacro y cristiano, viniendo de alguien que hizo un cine que era un grito de desesperación ante la Segunda Guerra Mundial, me parecía muy reveladora. Se juntan esos dos elementos: la guerra y lo sagrado.

Yo soy ateo, pero creo en lo sagrado de lo humano. En ese sentido me considero humanista. Para mí, si hay algo sagrado, es el ser humano, los mamíferos, la vida. Y eso me servía para apropiarme de la cultura católica, que es muy nuestra. Quería dignificar a los personajes a través de la música y de esa dimensión sagrada. Buscaba influir en el espectador, aplacar el ánimo destructivo. Aunque al final alguien tenga que sacrificarse para que otro pueda vivir, para que otro se libere.

— Tenía también una pregunta sobre la dirección actoral. En las conversaciones que mantienen los personajes se nota que les has pedido un tono muy aséptico, muy cortante.

— Creo que el tono tiene que ver con la paleta de color de la película, que es grisácea, con colores ocres, apagados, y también con cierto ascetismo. Buscaba distancia entre ellos. La exaltación no me interesaba. Por ejemplo, no pongo palabrotas porque no generan una violencia real en el espectador.

Lo veía casi en un orden estético: que no actuaran de forma casual, como suele ser lo habitual, sino que los intérpretes se mantuvieran en una misma frecuencia, en una misma partitura. Que hubiera cierta sobriedad, cierta distancia que no se interrumpiera. Luego, claro, ellos iban a buscar sus personajes y darles vida de otra manera —es un trabajo dialéctico. Pero de partida sí buscaba esa sobriedad.

—¿Cuánto ha costado hacer La Terra Negra?

— En tiempo, cinco años; en esfuerzo económico, casi un millón de euros; y en esfuerzo personal, creo que es incalculable, y no para bien. Soy director y productor, y eso se está convirtiendo en un caso de fin de raza. Antes hice tres películas en seis años y esta me ha costado mucho más. También es verdad que algunos proyectos que tenía escritos no me interesaban y los tiraba a la basura, hasta que apareció este, que sí me interesaba.

Estoy muy contento porque he trabajado con actores que me han hecho muchos regalos, a nivel interpretativo y también en producción, y han motivado para crear otros proyectos. Tengo ganas de abrirme como productor y que la productora se expanda un poco más, pero es verdad que ahora todo tarda más y está más difícil que antes.

—Unos días después del estreno, ¿qué sensación prevalece ahora mismo en ti como autor y como productor? ¿Estás motivado o te pesa más todo lo que ha costado?

— Gracias al tiempo que he estado con los actores después de acabar la película, en festivales y hablando de ella, me he animado mucho. De hecho, tengo un proyecto con Sergi López y Laia Marull: ya tengo un tratamiento y les voy contando las ideas, les pregunto qué opinan. Lo estoy haciendo de manera muy orgánica, recibiendo su feedback, y me gusta. Eso me anima porque es algo más colectivo, tanto en la escritura del guion como en la producción. En ese sentido, estoy contento y animado.

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