VALÈNCIA. A Alberto Morais siempre le han interesado los personajes que se sitúan en los márgenes de la sociedad. Tiene una sensibilidad especial para retratar el desarraigo y el sentimiento de orfandad, las heridas interiores que solo se traslucen a través de la mirada perdida de sus personajes.
Después de Las olas, Los chicos del puerto y La madre, el autor regresa con La terra negra, ambientada en el terreno rural valenciano en un tiempo indeterminado, que podría ser la actualidad o remontarnos al pretérito, porque aquí de lo que se trata es de hablar de la cerrazón moral de espacios en los que todavía perviven los instintos más primarios y en el que encontramos una violencia subterránea que lo empapa todo.
Allí conoceremos a María (Laia Marull, que había trabajado con anterioridad con el director) y a Ángel (Andrés Gertrudix), dos hermanos que heredaron el antiguo molino de su padre en una tierra, tanto agrícola como ganadera, asolada por la pobreza.
Nadie les paga lo que les deben y hay una sensación de que todos los hombres de la zona creen que el molino les pertenece a ellos, hasta el punto de que se genera una especie de pequeña comunidad a modo de secta, dispuesta a ir acorralando poco a poco a los hermanos para que abandonen el lugar.
En ese contexto, aparecerá un extranjero, Miquel (Sergi López), un hombre enigmático que ha sido contratado para ayudar en el molino a la pareja. Su aparición generará desconfianza en todos los habitantes, a pesar de que establecerá una conexión especial con los hermanos, sobre todo con María.

Sin embargo, este personaje servirá para introducir en el relato una capa más allá del realismo que parecía imperar en la propuesta y también el tono, que se apartará del costumbrismo para adentrarse en otros territorios inesperados a través de la puesta en escena. No se sabe si tiene poderes, si es capaz de amansar a las bestias que son la gente de ese lugar, pero está claro que algo trasmite, lo que generará más suspicacias después de que se desvele su pasado carcelario, por el cual se le terminará por condenar.
Así, la propuesta estética de Morais se aleja de la representación convencional del drama rural. En lugar de recurrir a la exaltación emocional, opta por una puesta en escena que recuerda la severidad de Brecht o Bresson.
La película convoca los fantasmas de una España rural indomesticable e indomesticada, pero lo hace desde una frialdad calculada, casi piadosa, que renuncia a la dramaturgia tradicional. Los personajes se presentan como arquetipos, figuras que encarnan odios ancestrales, afrentas milenarias y crímenes cuya huella permanece inalterable pero que, al mismo tiempo conecta con la realidad, con el odio a los extranjeros y la reciente ola de intolerancia que recorre nuestra sociedad.
Así, La terra negra se convierte en una especie de fábula siniestra, en una pequeña tragedia griega que recurre al imaginario de los cuentos ancestrales aferrados a las emociones más primitivas. Una película tan contenida en su forma como furiosa por dentro, tan bella como desoladoramente violenta, tan delicada como profundamente herida.