Íntimamente relacionada con el sexo, la música vivió su gran momento en el porno de los 70, pero no duró
VALENCIA. A Sigmund Freud no le gustaba demasiado la música. Le gustaban mucho otras cosas, pero la música no. Nada, de hecho. Él mismo confesó alguna que vez que era incapaz de obtener placer alguno escuchando música. Naturalmente abierto a otras disciplinas artísticas, el padre del psicoanálisis podría haber sufrido algún tipo de melofobia que le invitaba a disfrazar con descaro su inalterabilidad musical de racionalismo o pulsión analítica: no podía sentirse afectado en ningún sentido por algo cuyo origen desconocía o no comprendía.
Esa melofobia no diagnosticada o su incapacidad para interpretar la música desde una perspectiva más emocional que instintiva o incluso racional no le impidió, sin embargo, diseminar referencias musicales a lo largo de toda su obra. Siempre desde la ligereza, eso sí. En un momento dado, incluso se reconoce públicamente silbando una aria de Las Bodas de Fígaro; no ser fan de Mozart en la Viena de finales del XVIII es hoy como ignorar a Taylor Swift. La música como disciplina artística sí entra en el concepto de sublimación del austríaco. “Muy sencillo: en la teoría psicoanalítica, escuchar música puede significar una válvula de escape para la sexualidad reprimida. Por tanto, el gusto por la música es una sublimación de la sexualidad”. Así lo explica Paul Kline en Fact and Fantasy in Freudian Theory (1972).
Hasta Charles Darwin lo dijo: al final todo se reduce al sexo, y a la música
Hasta Charles Darwin lo dijo: al final todo se reduce al sexo, y a la música. “Las notas musicales y el ritmo fueron adquiridos al principio por los ancestros masculinos y femeninos de la humanidad con el propósito de cautivar al sexo opuesto", explicaba en El Origen del Hombre, donde el británico desarrollaba su teoría de la selección sexual a través de la música durante 16 páginas: 10 para el canto del pájaro y 6 para el del ser humano. “Parece probable que los progenitores del hombre, sean hombres o mujeres, o ambos sexos, antes de adquirir el poder de expresar el amor mutuo en lenguaje articulado, intentaron hechizarse uno al otro con notas musicales y ritmo”. De este modo lo exponía Darwin en 1871, y poco ha cambiado desde entonces.
“La música es como la industria del porno”. Así se pronunciaba en su momento Sasha Grey, con más de 250 películas porno en sus carnes, en una entrevista en The Guardian a propósito de su spin off musical: aTelecine. Grey es una de las muchas actrices que, desde los 80 del pasado siglo, han pasado del porno a la música con pasmosa soltura. “Ya en el siglo XXI, el goteo de actrices que han traspasado las fronteras del porno para mostrar sus aptitudes musicales ha sido incesante”, cuenta el redactor jefe de Primera Línea, Paco Gisbert, en un artículo publicado hace dos años en la revista. Grey es sólo la punta de un iceberg que en su base tiene a las francesas Zara Whites y Draghixa.
Gisbert, periodista valenciano especializado en cine porno, explica en Música tras los polvos cómo la reducción de costes en los 80 acabó con la figura del compositor de música, entre otros. Dos años después reproduce con exactitud sus palabras cuando se le pregunta por el papel de la música en el porno. “A partir de 1984-1985, con la generalización del formato de vídeo a la hora de filmar películas, el porno fue suprimiendo elementos, yendo hacia un grado cero de la producción”, cuenta desde el otro lado del teléfono, lo que no le impide ser contundente en su conclusión: “la música es la primera gran víctima de toda esta política de ahorro y de cuánto menos me gaste y más gane, mejor”.
La música tuvo su propia metaversión del Video killed the radio star, pero con gente practicando sexo de fondo. “La música desapareció de las películas, ya no había compositores que compusieran específicamente para determinadas películas y, entonces, las cogían de librerías o recurrían a música clásica”. El porno se soltó de la mano de la música en el mismo instante en el que su edad de oro empezó a languidecer.
“El porno, en sus inicios, en los 70, era como cine. Es decir, era cine de Serie B, pero tenía todos los elementos que tiene una película normal: su montador, su música, su iluminador… todo”, recuerda Gisbert, que añade que “en esa época, la mayoría de las películas tenían una música e incluso había quien componía música propia para las películas”. La gloria del legendario bow chicka wah wah (imitando el sonido de la guitarra), de Garganta profunda y de la música en el porno de aquella época era tal que incluso en el siglo XXI se refleja en proyectos como Pornosonic, una saga de discos con canciones basadas en la música del porno de los 70, o los volúmenes deWacka Chicka Wacka Chicka: Porn Music for the Masses, de WM Recordings.
Aquellos eran los días de Matthew Strachan, Gert Wilden, Klaus Schulze o Alden Shuman, todos compositores que otorgaban identidad propia a películas porno que gozaban de su propia música. Precisamente a Shuman, y a su trabajo en El diablo en la señorita Jones (Gerard Damiano, 1973), se refiere Gisbert como uno de los iconos de la música en el porno. “Es una banda sonora bastante interesante, con orquestación… El disco se vendió por separado y fue un éxito relativamente considerable, aceptable”, dice el periodista, que en su libro Gerard Damiano: el pornógrafo indie (2009) profundiza algo más.
En su ensayo, Gisbert habla del LP con la banda sonora original, “que hoy en día constituye una pieza de coleccionista única para los amantes de la música y del porno”, y cuyo lanzamiento se acompasó con el de la película. “Puede parecer descabellado, pero a mediados de la década de los 70 era habitual y reflejaba la normalidad con la que la sociedad americana había acogido la cinta”, escribe el periodista, que además cuenta cómo Gerard Damiano intentó incluir sin éxito la versión del Bridge over troubled water de Roberta Flack; Simon & Garfunkel se negaron.
“Hoy en día ya no hay música en las películas, ya no existe la música; simplemente es el ruido de gente follando”. Tras un pequeño repunte en los 90, gracias sobre todo a “la excepción” del director Michael Ninn, la relación entre porno y música entró en barrena con el nuevo siglo. “Lo habitual no es que haya una música específica para las películas y, con la aparición de Internet, menos: desaparece completamente. Cuando lo que se considera cine porno se convierte en porno filmado -yo grabo un polvo y luego lo edito y lo pongo en Internet- desaparece todo tipo de atisbo relacionado con la música”.
En el siglo XXI, la reducción de costes se alía con Internet para suprimir del porno, entre otras muchas cosas, la música. Uno de los primeros austericidios del milenio. “Con la aparición de Internet, si hay algo de música se ha adquirido de librerías gratuitas”, especifica Gisbert, que concluye tajante: “no pagas por esto”. “Actualmente el papel de la música es nulo. No se hace música para el porno. Hay casos muy, muy aislados, pero normalmente no hay música para el porno: nadie encarga a un compositor y le paga para que haga una música y sirva para una película porno”.
“A partir del 2000, a nadie le interesa la música en el porno: lo que le interesa es ver a la gente follar”, termina el periodista, que se reconoce aficionado al jazz y a esa música clásica que, como Vivaldi, utilizó para su serie junto a Sandra Uve, El diario fetish de Franceska (con Franceska Jaimes). Gisbert califica de “muy triste” la desaparición de la música como parte de la imponente fulminación de elementos cinematográficos del porno. Al final, parece que desde que Monica le quitó el volumen al porno gratis de Chandler y Joey en Friends en aquel capítulo de 1998, la música no ha vuelto a encontrar su lugar en el porno. ¿Y si el último gran momento de la música en el porno fue el de Jennifer Aniston tarareando el porno groove clásico del bow chicka wah wah de La insaciable Wilma Hunting?