En el verano de 2012, el equipo de Instagram descubrió que un usuario, por primera vez, publicaba fotos desde Corea del Norte. Los archivos se cargaban a partir del wifi de la Universidad de Pyongyang. Si no estaba caída, como de costumbre, aquella conexión suponía dos tercios del total de banda ancha en un país de 25 millones de habitantes. Una pequeña y estrecha ventana que, para sorpresa de muchos periodistas, permitía asomarse a aquella cotidianeidad. Detrás de la cuenta se encontraba un profesor estadounidense. Para Instagram, uno de sus primeros millones de usuarios: Kelly.
Kelly, tiempo después, sabría que su habitación estaba microfoneada, su teléfono pinchado y su perfil como instagrammer monitorizado. Sin embargo, la dictadura socialista de Kim Jong-un no censuró su relato visual. Estudiantes frente a un examen, gente charlando en cafeterías y el colorido de los puestos en el mercado local. La vida estética y ajena a los problemas del mundo no le supuso ningún problema. Instagram, semanas después de haber sido comprada por Facebook, unos meses más tarde de haber sido lanzada, ya era ese escaparate aspiracional, voyeur, anónimo si hacía falta y ajeno al conflicto que ha reconstruido nuestra forma de ver el mundo y relacionarnos.
Hace 10 años y 20 días que Instagram llegó a la App Store. Aquel distingo inicial, solo para iOS, era un aviso del elitismo al que se dirigía y que se truncó definitivamente con la ‘expulsión’ de sus fundadores en 2018. Pero aquel primer día de 2010, Kevin Systrom y Mike Krieger no imaginaban de qué manera su red social impactaría en nuestras vidas. Su historia está detrás de un cambio de hábitos global. Y radical. Lo ha sido a la hora de viajar, cocinar, comprar, moverse, solidificar un canon de belleza internacional, pero también aislarse de una percepción local de la vida (cultura, comercio, ritos, familia), descuidar nuestras relaciones físicas y dejar de hacer cualquier actividad recreativa o intelectual tras caer en el scroll infinito de perros adorables.
También está detrás de la enfermedad del like. En 2015, Janelle Bulle, una terapeuta de Sillicon Valley conocida por estos millonarios accidentales, les advirtió: la ansiedad de sus pacientes con o sin Instagram era matemática. No hubo corrección en el rumbo de las cosas. Diabólicamente, desde 2019, los likes han desaparecido en varios países, pero en otros sigue siendo la referencia a partir de la cual medimos casi todo. ¿Se valora de mejor o peor forma una universidad con más seguidores y likes en Instagram? ¿Y un colegio (incluidos, los públicos)? Para estudiantes, madres y padres con varias horas a la semana invertidas en el citado scroll infinito de perros adorables, esos dos indicadores pueden ser la barrera de interés y acceso a una decisión trascendental.
Qué, quién y cómo nos influye. Ese poder que antaño poseyeron los reyes, las cortes, los políticos, las élites económicas o la industria de la música o el cine, se ha trasladado a Instagram. Lo demuestra el ensayo Sin filtro. La historia secreta de Instagram, donde Sarah Frier, periodista especializada en redes sociales de Bloomberg, recorre la azarosa historia de los fundadores de esta aplicación móvil. Nunca antes tanta gente tuvo la capacidad de influir: en la actualidad, 6 millones de personas en el mundo tienen un millón de seguidores (como toda la población valenciana y murciana). 200 millones (como toda la población de Alemania, Reino Unido y España), tienen más de 50.000 seguidores. Este mismo mes, más de 1000 millones de personas usarán Instagram.
Originalmente, la app se llamaba Burbn y servía para hacer check-in en bares y coctelerías de tal forma que te unieras a tus amigos durante la noche (en 2010 no había Instagram, pero tampoco Covid-19). Esa fue la idea con la que Systrom y Krieger consiguieron la financiación necesaria. La biografía del primero –su verdadero padre– está detrás de una red social que, por cierto, no era la primera pensada para compartir fotos (PicPlz, Camera+, Hipstamatic...). Pero era sencilla, incluía filtros que estetizaban en tiempo real la cotidianeidad más gris, incorporaba el poder del ‘Me gusta’ y erradicaba algo fundamental: no se podía compartir la publicación de otro; el relato solo era personal.
El personal branding no se fundó con Instagram, pero tampoco se entiende sin él. Systrom y Krieger intuyeron que las mejoras en las cámaras de los smartphones iban a permitir que, a cada instante de nuestras vidas, tuviéramos un telegrama visual que enviar. Nunca quisieron ser Facebook, un atolladero de fealdad visual donde la sexualización, el todo vale publicitario y la ausencia de curación la convertía en algo masivo, cutre y poco deseable. El ensayo de Frier recuerda que los jóvenes no podían compartir sus pensamientos e imágenes con libertad en Facebook ya que era la red social de sus padres. Un efecto que ahora mismo, de otra manera, acusa Instagram frente a TikTok.
La biografía de Systrom, el verdadero padre de la criatura, es la que influye en el concepto de esta app. A diferencia de Mark Zuckerberg, Systrom es un ser muy sociable y de gustos refinados. Ambos nacieron en familias más que acomodadas, estudiaron en universidades de élite y tienen relaciones intensas y próximas con sus hermanos. No obstante, Systrom era y es un gran relaciones públicas. Hoy puede parecer que el ascenso de Instagram tiene algo de accidental, pero el relato de Sin filtro conecta paso por paso como Justin Bieber, Miley Cyrus, Guy Oseary (manager de Madonna y U2), Michelle Obama, Paris Hilton o, por supuesto, el clan Jenner-Kardashian forman parte de esta historia. Tanto que Systrom le salvó la vida a Ashton Kutcher en un incendio, durante una acampada en la que el actor (más empresario que actor) insistía en invertir en Instagram.
Instagram es también la criatura de Charles Porch, su director de asociaciones. Este conector de celebridades, bilingüe en francés e inglés, está detrás del desembarco de la publicidad. La red social del telegrama instantáneo está detrás de los actuales emporios del fitness, la rentable industria de las mascotas o el negocio global del turismo. Y de casi cualquier otro negocio, de armas a deportes multiaventura y de centros homeopáticos a las principales marcas de moda. La reforma de un centro comercial, un restaurante, un comercio de cualquier tipo y hasta de tu casa, está profundamente influida por Instagram. La intensidad y calidad de tus amistades, tu percepción sobre ellas y tu familia, lo está si eres usuario de esta red social. Dependen de la llamada ‘economía de la influencia’.
Instagram no existía hace 10 años. En 2012, nadie entendió que se pagaran 1000 millones por una aplicación móvil que acababa de nacer. Meses más tarde, los medios de comunicación económicos ya hablaban de la compra “más rentable” de la historia. La empresa solo tenía 13 trabajadores y no pudo contratar a nadie hasta que la comisión de la competencia, basándose en los informes de despachos de abogados contratados por Facebook e Instagram, respectivamente, decidió (para sorpresa de nadie) que su hegemonía social no suponía una actividad monopolística. Tampoco se lo pareció cuando Facebook hizo lo propio con WhatsApp.
Systrom y Krieger no inventaron el fuego de un mundo hiperconectado, pero lo dominaron con una receta: sencillez, estética, control obsesivo del contenido publicitario y curación del contenido. Es cierto que en su corta historia, nada ha sido más influyente que la cuenta @instagram. Los usuarios que antes de 2014 tenían cientos de miles de seguidores, habían sido promocionados desde Palo Alto. También los valencianos, con los que he confirmado que estuvieron varias veces entre sus “Sugerencias” o en las listas de recomendaciones. Pero Facebook acabó arruinando su prometida independencia y su visión elitista y estética, para la cual su algoritmo siempre parecía dispuesto a primar aquello que era de buen gusto (en concreto, del gusto de Systrom y sus contados empleados fundacionales). Un criterio estético que nos influyó por imitación y que hoy hace que nos comportemos tal y como lo hacemos. También que nos aislemos en un mundo ideal, donde los meses más calientes del conflicto catalán se convierten en el decorado para una influencer a su paso por Barcelona (foto del artículo).
“Si entras en las fotos más populares, es bastante obvio que las tetas grandes, los perros y las chicas atractivas siguen moviendo el mundo”. La frase no es de ninguna catedrática de Harvard ni pertenece a la actualidad. La dijo el chef británico Jamie Oliver en 2012. La estrella televisiva, que fue una de las primeras celebridades en hacer un uso intensivo de esta red, sabe que nadie supera un casting en ese medio sin Instagram. Es más, hay castings de teatro, cine e incluso para ser azafata (¿?) marcados con un mínimo de seguidores. Hay ofertas laborales marcadas con un mínimo de seguidores. Es más, como descubre Frier en su ensayo, ya se ha descubierto que los papers académicos tienen una percepción distinta entre sus evaluadores según los seguidores que se poseen en esta red social. En apenas 10 años, así nos ha cambiado Instagram.