VALÈNCIA. Me da miedo asomarme al mundo, no tanto por contraer el virus como por la gente malvada e idiota que lo habita y aspira a gobernar mis decisiones íntimas.
Esta mañana el cielo ha amanecido de un gris cenizo y mortal. Mis amigos los gorriones, indiferentes a la suerte de los hombres, siguen consolándome con sus trinos inocentes y afinados.
El mundo está salpicado de trampas para confundirnos. Me asomo a las ventanas sucias de ese mundo, a las televisiones, para conocer el último parte de víctimas, mayor que el día anterior. Se dice que estas cifras también son falsas, como casi todo lo que nos cuentan, porque el número de fallecidos es muy superior al que reconocen.
La propaganda, terrible y omnipresente, continúa recibiendo los manotazos de la realidad, en un combate sangriento con incierto final. ¿Quién vencerá?
La policía reforzará los controles porque, advierten, nos estamos relajando en el confinamiento. Los de la porra van a tener mucho trabajo cuando la cosa se ponga turbia, como en todos los regímenes autoritarios.
Me da miedo el mundo en que vivo y me aterra el que se vislumbra, con las libertades recortadas y la miseria generalizada, carburante del odio entre iguales. Me da dan miedo los días de ira que nos aguardan.
Asustado por el presente y el futuro, decepcionado de todo, miro a mis libros y busco consuelo y refugio en ellos. Vienen a mi mente aquellos versos del soneto de Quevedo:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Con la compañía serena de mi biblioteca transito por el camino de estos días amenazadores. Cuando creas que todo está perdido, abre las puertas de tu biblioteca y elige un libro, a ser posible un clásico, para comprender lo que te sucede. Lo que estamos sufriendo —la desolación y la incertidumbre que nos acechan— no es nuevo. Los dioses siempre han jugado con los hombres mandándoles guerras y pandemias.
Después de todo, quizá la casa sea el lugar más seguro. Lo advirtió el filósofo Blaise Pascal: “Todas las desgracias del hombre vienen de una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación”.
En mi domicilio leo y escribo. He acabado un relato, el más largo de todos. Me toca pulirlo. Escribir es tachar. Imagino otras historias, pero antes me pregunto si la tarea de darle vida a una cuartilla en blanco merece la pena. Creo que sí, y por esa razón persisto. La valía de mis escritos es cosa juzgada por mis pocos y amados lectores.
De confinamientos han salido obras maestras de la literatura. No hablo del Decamerón de Boccaccio, tan citado estos días por quienes no lo han leído. Recuerdo el Viaje alrededor de mi habitación, de Xavier de Maistre, escrito en un arresto domiciliario por haberse batido en un duelo. La reclusión en un cuarto de Turín le duró cuarenta y dos días. Durante este periodo, dio rienda a su imaginación, acompañado por su criado y un perro. El recorrido de ese viaje se limitó a la estancia donde vivía.
Los encierros, sean forzosos o voluntarios, han dado pie a grandes obras literarias. En sus últimos quince años, Marcel Proust se recluyó en una habitación forrada de corcho, en su casa situada en el número 102 del bulevar Haussmann de París, para escribir los siete tomos de En busca del tiempo perdido.
El uruguayo Juan Carlos Onetti —por el que sentimos devoción mi amigo Sergio y yo— decidió convertirse, en el último tramo de su vida, en un escritor “permanentemente acostado”, en su domicilio del número 31 de la avenida de América, en Madrid. Novelas como Cuando ya no importe son de aquella época.
También en la cárcel, lugar que espera siempre a todo español con luces, el arcipreste de Hita, san Juan de la Cruz, Cervantes y Miguel Hernández concibieron algunas de sus obras maestras.
Si no fuese por esa paz y ese amor que me transmiten los libros, creo que ya me habría volado la tapa de los sesos. Hoy más que nunca son los amigos que nunca traicionan.
Algunas noticias del día —la posibilidad de la suspensión definitiva de las clases presenciales, el reclutamiento de parados en el campo y las nuevas contradicciones de la OMS sobre las mascarillas— me parecen irrelevantes.
Lo único que despierta mi interés es la lectura de un buen libro, como El caballero del hongo gris de Ramón Gómez de la Serna.