Berlusconi protagoniza la última película de Paolo Sorrentino. Lo echábamos de menos. Extrañábamos sus chistes facilones, las velinas y sus líos con el fisco. Silvio ha sido un visionario de su tiempo. Inventó el populismo, acuñó las mentiras verdaderas y trató a los votantes como clientes. Ahora vuelve para arreglar la Unión Europea
Tarde invernal de sábado en València. Caminamos por la avenida de Aragón en dirección a los Babel. A nuestras espaldas oímos el griterío de la afición de Mestalla celebrando otro gol inútil de Parejo. En la entrada del cine debemos guardar cola para comprar las entradas. Raro es el cliente que tiene menos de cincuenta años. La mayoría tiene un pie en la ancianidad. Las salas viven de nostálgicos como nosotros.
Para pasar la tarde hemos elegido Silvio (y los otros), la última película dirigida por Paolo Sorrentino, que cuenta la vida de Silvio Berlusconi en el inicio de su penúltima decadencia política, a finales de la década pasada.
La elección de la película obedece a dos razones. La primera es mi devoción por el cine de Sorrentino y su actor fetiche Toni Servillo, que encarna al empresario y político italiano como antes hizo con Giulio Andreotti en Il divo. La segunda, más poderosa que la primera, es la sincera admiración que profeso por Berlusconi desde que entró en política en los años noventa huyendo de la acción de los jueces progresistas.
Allá donde hay un visionario, un hombre o una mujer que anticipa el futuro, lo reconozco de inmediato. Silvio fue un adelantado de su tiempo. Deberíamos estarle agradecidos por ser el padre de la nueva política. Él, que presume de ser un hombre hecho a sí mismo, sin una sola idea original en la cabeza, añadimos nosotros, encarna como nadie la futilidad de la política actual, confundida con el espectáculo y convertida en un negocio para vividores sin escrúpulos.
En una memorable escena de esta película larga e irregular, Berlusconi, haciéndose pasar por un comercial inmobiliario, convence por teléfono a una mujer para que le compre un piso inexistente. El tres veces primer ministro italiano no vende ideología, vende sueños. No importa, como le confiesa a uno de sus nietos, que la mercancía que pretendas colocar a tus votantes sea falsa (las fake news) si al final te la compran. Por encima de la verdad está la eficacia del discurso. Visto así, Trump, Putin y el mastuerzo de Salvini son discípulos voluntariosos de Il Cavaliere.
Sin haber leído a Gonzalo Fernández de la Mora, un franquista sepultado en el olvido, el zorro de Berlusconi supo pronto que no hay espacio para las ideologías en el siglo XXI. Cuando un político, generalmente de izquierdas, las enarbola es para ocultar intereses personales o de partido. Con su zafiedad, con sus chistes facilones, con sus salidas de tono en las cumbres internacionales, frecuentadas por gente desalmada y exquisita, Silvio nos enseñó, sin embargo, a abandonar toda esperanza en la política como promesa de cambio; nos enseñó el aprendizaje de la decepción.
La política, por muy bellas palabras que la revistan, no deja de ser una farsa, el arte de la simulación. Así se lo confiesa a su mujer Veronica Lario en una acalorada conversación antes de divorciarse. Basta con rascar un poco sobre los discursos de los grandes hombres para ver la podredumbre que los alimenta. Todos mienten, todos engañan, todos trafican con nuestras ilusiones.
Gracias a Berlusconi hemos aprendido que todo aquel que aspira a la cima del poder debe pactar con el diablo (Max Weber) y desayunar mierda, comer mierda y cenar mierda para ser alcanzado por la púrpura.
La política, por muy bellas palabras que la revistan, no deja de ser una farsa, según Silvio Berlusconi. Todos los grandes hombres trafican con nuestras ilusiones
Sí; hemos sido injustos con el multimillonario milanés, muy injustos. Si lo hubiésemos interpretado a tiempo, la Unión Europa no estaría hecha unos zorros, jodida por los egoístas británicos. Hicimos una lectura superficial de Berlusconi centrándonos en asuntos menores como sus problemas con el fisco y la corrupción, las fiestas con velinas (a las que me hubiera gustado asistir) y su abuso de la pastillita azul. Él es mucho más que eso; inauguró una nueva forma de hacer política (el populismo) para el mundo del siglo XXI.
Uno siente ternura por este mujeriego de rostro indescriptible, obra de la cirugía estética más exigente (algo así como María Teresa Fernández de la Vega pero en masculino), con quien no dudaría en tomarme un lambrusco en una de sus villas de Nápoles, ciudad que tanto se asemeja a València en sus virtudes y sus defectos.
En una hora caería rendido bajo la seducción de este comerciante de sueños que conoce cómo darle cuerda a las ilusiones de los votantes. Ganada su confianza, y asegurándome de que ningún guardaespaldas nos oyese, le preguntaría por el secreto mejor guardado, la marca de su tinte, la misma que debe de utilizar su amigo, el adusto Aznar. Y le pediría un solo favor: que me incluyese en su lista a las elecciones del Parlamento Europeo, no importa si es en el último puesto.
Vuelve Silvio, vuelve la esperanza, vuelve la alegría de vivir.