Primero fue Pedro Sánchez, que intervino, con permiso de lo fáctico, en la primera sesión de control al gobierno, y dijo “profieren” cuando el contexto requería «profesan». Luego terció el señor Ábalos, ministro, al que han dado también licencia de parlería, y trocó el término «despojar» por “desproveer”.
Algo pasa con la jerigonza política de la izquierda, con el castellano parlamentario progre, que no da la talla, como tampoco la dan los currículums entecos de varios diputados en la emulsión bolcheobrera. Hay, del presidente abajo, un atolondramiento verbal, una confusión, un trastorno, una paronimia, como si errasen la palabra o no hablaran por ellos mismos. España recuerda todavía la parola de la izquierda en los años ochenta y noventa, que consistía en hablar mucho sin decir nada, en ahogar al adversario en verborrea, pero siempre dentro de una corrección.
Había propiedad en el vocabulario. Había un encaje, una lógica, cierto nivel. Ahora, sin embargo, parece que no importan las formas, o quizá importan aunque no lo parece porque no se alcanza un mínimo. El caso es que la oratoria siniestra está raquítica, y las alocuciones del gobierno y sus adláteres vienen urdidas con el mimbre desmedrado, triste y quebradizo de la decadencia intelectual del siglo XXI, cimentadas con el cimiento malo de la masa en rebelión.
El argot político sociobolchevoide, tradicionalmente capcioso y tergiversador, se ha vuelto abstruso, confuso y obtuso. Un aire filosófico y un fondo de marraduras. Una caja vacía. Los nuevos dirigentes han alcanzado el dialecto cínico y burlesco, la parola enrevesada, la mofa con visos de argumento, la pura esencia del galimatías para no contestar cuando se contesta y hacer tiempo hasta el almuerzo. De la indiferencia y la incuria semántica extraen su tosca mampostería ergotista. Ya prescinden de aquella Vergüenza torera —Rosendo Mercado—, de aquel pundonor del anfictión responsable, consciente de su categoría o temeroso del público.
La primera sesión de control ha dado el tono; la segunda lo ha confirmado, por lo que hay bastantes posibilidades de que lo siguiente sea un regodeo inédito en la mediocridad y la desfachatez. Será —es ya— el gobierno del discurso perfunctorio, de la prepotencia revanchista y de la ignorancia muy atrevida. Será el espantajo y el coco de los buenos políticos de izquierda y derecha. Será el hazmerreír de los lingüistas, los metalingüistas, los filólogos y la gente preparada en general. Será la ruina de la macroeconomía y el zurriago de las faltriqueras.
No se puede gobernar si no se sabe hablar. El cerebro del que oye, como el del que lee, corrige automáticamente los errores hasta cierto punto, a partir del cual saltan las alarmas. Y el otro día saltaron todas. La empanada léxica de nuestros dirigentes nos hizo comprender, con la nitidez instantánea, galvánica de la intuición, lo que tenemos encima; nos lo puso delante con más claridad que Ansón en su artículo La que se avecina, tan documentado, tan academicista, tan objetivo y tan impersonal. Se troncha uno de risa oyendo al presidente y a los ministros trabucar los vocablos y los conceptos; ríe uno por no llorar como lloraba Larra, en Madrid, al escribir. “Escribir en Madrid es llorar”, aseguraba el pobrecito hablador; “es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla violenta y abrumadora”, decía Fígaro, que hoy lloraría escuchando los desafueros que se infligen a la lengua en sede parlamentaria.
Uno imagina que alguna vez, en la noche silenciosa de la Moncloa, el presidente ha despertado entre sudores, hecho un manojo de nervios, atenazado por una sensación de soga, de crin, de coleta enroscándosele al cuello, y ha notado que la facundia le abandonaba y que surgía, en su lugar, una manera nueva y desconcertante de combinar palabras, una sintaxis abigarrada y surrealista, una perspectiva leninista y bolivariana de la gestión política que más tarde se le ha verbalizado sola en el congreso.
Y uno piensa que las emanaciones, los miasmas de la multitud en rebeldía se han filtrado, a través de las urnas, en los puestos de mando; que los insomnios han tomado carta de naturaleza y tienen a medio consejo de ministros en vela, con los ojos enrojecidos, preguntándose si valía la pena el suplicio a cambio de la poltrona; y que lo primero en resentirse ha sido el habla, que se ha tornado vacilante, inexacta, fallorrona y desaliñada como demasiados atuendos en el hemiciclo.
Se pierden las formas y se pierde la lengua, sobrecogida por la maraña de ambigüedades, deformaciones, embustes y desfachateces a que la someten. Por eso titubea. Por eso yerra. Por eso farfulla y tartamudea. Se la está forzando. La obligan a ser demasiado equívoca y ambivalente, a pesar de que no son precisamente Quevedos, Espineles o Torres los que hay en el gobierno. “La dignidad que me desproveen”; “el amor que profieren”. Está grabado en el diario de sesiones. Y no son pifias casuales: son muestras de aturdimiento, de falta de recursos, de poca solvencia. Esos “profieren” y “desproveen”, dichos en lugar de «profesan» y «despojan», son dos balcones a la ordinariez de base, a la mazorralería que sustenta hoy el poder legislativo. Se llama «desproveer» a «despojar» y «proferir» a «profesar» como se llama «proyecto» a la improvisación y «administración» al reparto de momios. Hay una trulla de paniaguados que van a pasar cuatro años pelando el edificio, comiendo a dos carrillos y alicatándose la vertebral.
Los agricultores protestan, cabalgan sus tractores y colapsan las ciudades, pero a la tarde se irán a casa y todo quedará en calma. Y si la gresca, lejos de disminuir, aumenta; si aparecen otros chalecos amarillos y empiezan a destrozarlo todo, más de una sonrisilla libertaria se dibujará entre las autoridades. Fas o nefas, lo mismo les da. Sueldos y dietas, renta vitalicia, ocio y viajes. La indigencia lingüística es la guinda que corona el pastel de la jerga política, ese brazo de gitano relleno de bolchevismo excluyente y cubierto con tres capas de perversión terminológica. Una conmoción verbal que proviene, quizá, de haberse dado cuenta el socialismo, en medio de cualquier desvelo, de que ya no pinta nada, de que sólo es un rey de armas, una marioneta, un ejecutor cuyos hilos mueve alguien desde cierta negrura espectral, desde cierto vapor —digoxinas de Zaldíbar— enrarecido y rarefaciente.