Hay que emocionarse y sentir. Es el espíritu de esta época inane. No conviene ejercitar el pensamiento ni la reflexión porque eso es de ser un aguafiestas. Si piensas acabarás no siendo feliz. Seamos, pues, felices con una sonrisa de emoticono
Cuando se alcanza cierta edad uno se arrepiente de algunas decisiones que nunca hubiera tomado con más de experiencia y sensatez. Echo la vista atrás y me tropiezo con dos de las que nunca me avergonzaré lo suficiente. Una de ellas fue votar, tras los atentados islamistas del 11-M, a Zapatero, el amigo del tirano Maduro. Aquellas elecciones generales debieron haberse suspendido por la perniciosa influencia de aquella tragedia en la psicología del electorado. La segunda fue asistir, sin que nadie me hubiera obligado a ello, a un curso sobre gestión de las emociones en una ciudad del sur de Alicante.
Con sus treinta horas de duración, aquel seminario lo tengo grabado en la memoria. Éramos unos veinte asistentes (el número bajó sesión tras sesión), y nuestra ponente ejercía de profesora dinámica y entusiasta, además de psicóloga infantil. Al llegar lo primero que hacíamos era saludar a un peluche que se asemejaba a un perrito (yo incluso llegué a acariciarle la cabeza) y después seguíamos la rutina de decir cómo nos sentíamos. Lo mejor fue cuando hice de gorila en celo en un interesante ejercicio de expresión corporal que me obligó a despertar mi ser interior. Fue la remonda.
En aquel curso todo era muy flower power, cantidades de buen rollo, empatiza con tu hermano del alma, siempre hay una oportunidad al final del camino, sé tú mismo, si no te gusta una cosa no la hagas, etc. A veces cerrábamos los ojos mientras escuchábamos esas necedades para párvulos y de fondo sonaba una canción de new age.
Aquello me afectó más de la cuenta. Tardé en recuperarme varias semanas una vez concluido el seminario. Pero el curso tuvo algo de positivo: me abrió los ojos a un mundo que me había pasado desapercibido hasta entonces. El mundo de las emociones, de las sonrisas vacías, de la alegría obscena que inunda las redes sociales con gente que nos exhibe su felicidad impostada a todas horas. Felicidad con pies de barro pues a menudo se torna en angustia y ansiedad en cuanto la puta realidad se cuela en la vida de esa gente, y entonces nos informan de que un conocido DJ o una famosa influencer se han suicidado. Sus seguidores lloran sus muertes unos minutos, no demasiados, el tiempo que les lleva hacer clic para buscar a otro ídolo de quita y pon.
El mundo de Instagram y de Facebook, el mundo en el que los jóvenes sólo viven para hacerse un selfi y subirlo a la red, no es el mío. Yo vengo del siglo XIX, ni siquiera del XX, que acabó en un baño de sangre. Por eso no me extraña que bestezuelas como Trump gobiernen Estados Unidos y que la extrema derecha avance en Europa. Las emociones son el caldo de cultivo de los fascismos. Bien lo sabía Hitler, gran conocedor de la psicología de las masas.
Yo creo que todo empezó a estropearse cuando un avispado como Daniel Goleman se hizo millonario hablando de la inteligencia emocional. ¡Menuda patraña! La inteligencia, como la democracia, no necesita adjetivos que la califiquen. La inteligencia siempre ha sido la capacidad de entender y conocer el mundo a través de la razón. A esto parece que hemos renunciado.
Manejamos palabras muertas —razón, democracia, fraternidad—para referirnos a una época que apunta a una nueva Edad Media gobernada por lo irracional y lo banal
Sin embargo, en los foros de gente exquisita y poco dada a pisar la calle, en los cenáculos de políticos, empresarios e intelectuales subvencionados se sigue hablando como si estuviéramos en los tiempos de la Ilustración. Mencionan conceptos o principios completamente enterrados: la razón, la democracia, la fraternidad, la fuerza del conocimiento o la educación como motor de progreso social. Basta tener una mirada sin prejuicios para darse cuenta de que no queda nada de la herencia ilustrada, de aquel sueño de la razón. Manejamos palabras muertas para referirnos a una época que apunta a una nueva Edad Media gobernada por lo irracional, lo visual y lo banal.
Si el sueño de la razón produjo monstruos, el de las emociones no se quedará atrás. Una sociedad dominada por las emociones, en la que los individuos han renunciado a pensar y sólo aspiran a sentir, una sociedad de niños grandes que sólo responde a los discursos primarios de los demagogos, está muy cerca de hacer realidad el mundo feliz de Aldous Huxley. Ese mundo que ya se divisa es el de una masa aborregada y analfabeta que cree ser libre porque le dejan hacer lo que quiera con sus pantallitas mientras los verdaderos amos del mundo siguen adelante con sus planes.