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Tribuna libre / OPINIÓN

Convicciones de un rebelde

1/12/2023 - 

Arthur Cravan fue uno de esos tipos peculiares. Nació en Lausanne en 1887 bajo el nombre más pomposo de Fabien Avenarius Lloyd y murió temprano en México (1918) tras haber sido poeta, boxeador y -por qué no- primer performer de la historia. Fue expulsado pronto del colegio y empezó a coleccionar oficios. Dijo -yo imagino- que lo suyo era la acción, que en su adolescencia no existía la Play Station, y que prefería cortar leña o conducir coches ajenos que iniciar un plan de estudios para ser un abogado en el futuro. Arthur se instaló pronto en París que era donde todo sucedía en el momento. Se hizo amigo de unos y otros, y bebió y comió -sobre todo lo primero- como dos o más por su estatura. Fue espécimen de la noche, dandy crepuscular y proto-blogger. Fundó, dirigió, financió y redactó -en tanto que equipo unipersonal- la revista Maintenant que sólo tuvo cinco números aparecidos entre 1912 y 1915. Arthur escapó de lo ordinario y abrazó la desmesura, se encargó de difundir una cosmología de lo absurdo que le condujo a ser detenido por escándalo público en Nueva York -no era la hora del tiktoker-. Luchó contra el campeón mundial de los pesos pesados en una plaza de toros y, a pesar de ser dadá sin serlo e inspiración para Duchamp y para Picabia que lo invitaron a la gran manzana, sólo fue André Breton quien lo incluyó en su Antología del humor negro (1940) por poseer un nuevo concepto de la literatura y el arte y, por lo tanto, considerarlo un héroe del siglo XX. 

Cravan fue un tipo curioso y libre, sobre todo independiente, evitó los grupos, las bandas, al ejército francés y el compromiso. Sospechosamente desapareció una vez casado y sellado el matrimonio con un embarazo. Tan dudosa fue su marcha, tan acorde con su mundo que la muerte de Cravan fue puesta en duda por algunos defensores de una huida hacia otra vida, en otro sitio, con otra identidad.

Sus deseos caducaban una vez habían sido satisfechos, se esfumaban en el Sena o en el mar, era un tipo libre y raro, con ideas, su universo consistía en escrutarlas una a una, en desvelar la realidad, en perseguir a toda costa una verdad que parecía tan fugaz como viajera. Arthur era crítico, mordaz, sincero, soberbio, banal y defensor del individuo como esquema y conjunto, como célula y tótem, como unidad indisoluble y necesaria para construir la realidad. Él se amaba a él y detestaba al otro, se llamase Apollinaire o Sonia Delauney. No entendía al que luchaba por aparecer en los museos y su estancia neoyorquina le sirvió para atacar aquel shadow establishment a través de sus performances, happenings o actividades públicas en las que, no sin riesgo, se enfrentaba a lo ordinario y lo común de la oxidada herencia artística y de los primeros pasos de la vanguardia, defendía a los ladrones y a los locos, y esperaba que lo absurdo y su visibilización condujeran a una nueva realidad no normativa, más auténtica y primigenia, algo así -tan simple- como el retorno al buen salvaje de Rousseau.

Es un hecho que Breton le defendía y lo admiraba, que Tristán Tzara y Duchamp, Francis Picabia y otros elogiaban el ingenio y la impostura de Arthur Cravan, porque hablar, hablaban todos, pero nadie hacía strip-tease mientras su discurso arremetía contra la estructura del orden artístico y cultural. Es también un hecho que los tipos como Beuys no lo nombraban -no lo hicieron desde luego en público o no quedó constancia de ello-, pero es que Cravan nunca (y nunca es más ferviente y rotundo que nunca) hubiera pertenecido a formación política de uno u otro color, ni fomentado la creación de algún partido como el propio Beuys. Y además, el hecho es que Abramović (née Marina) no sé si se acuerda de Cravan, pero es cierto que ella y Arthur compartían su afición a lo mediático. Ahora bien, que Arthur no se preocupaba por el cuerpo, ni la audiencia, ni el concepto más allá de lo visual, es también un hecho que lo aleja de Marina (l’Abramović en Italia).

Es curioso que en el mundo en que vivimos, poco más de cien años después de que muriera Arthur Cravan, cuando los tiktokers como él, o los performers, o los artistas de lo efímero, o algunos clowns, o los blogueros, o el defensor, o el activista, o el odiador profesional, o los filósofos part-time, o el analista dosporuno, o los expertos de la nada, o los pintores de lo etéreo proliferan, es curioso que ahora, cuando más tipos extraños, raros o particulares puede haber, no haya alguno que reúna las características del agitador de realidades que fue Arthur Cravan, que no haya alguno que se aleje de la comunión de algunos beuys, del rigorismo de los breton o del volátil conceptualismo de las abramomovic-nées-marinas. Es curioso y cierto, y para explicarlo hay tres razones. O se siente el miedo y no se dice, o se abstienen de poner en riesgo su hipoteca, o es que adoran lo superficial como la insignia de lo eterno. Nunca la verdad fue tan abyecta. Nunca tan terrible y despreciada por aquel que pudo y no ejerció el papel de defensor del ser humano y paria de la humanidad.

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