Perdonen que vaya a darles también la tabarra con el coronavirus, pero es lo que dicta la actualidad. Tras el brote inicial en China, el virus se ha extendido por el mundo, y aunque la Organización Mundial de la Salud aún no lo define como una pandemia (un virus de alcance global del que no se puede rastrear su expansión, por haber demasiados focos incontrolados o desconocidos), está claro que va a ser complicado impedir que lleguemos a ese escenario.
Habrán oído de todo sobre este virus: su contagio, su tasa de mortalidad, la utilidad o carencia de utilidad de las mascarillas, etc. El resumen de la situación es que se trata de un virus con una tasa de mortalidad baja, pero con gran capacidad de contagio. Es decir, más o menos lo contrario que los dos anteriores coronavirus que surgieron en las últimas décadas (el SARS en China en 2002 y el MERS en Oriente Medio en 2012). Es como la gripe, se dice, como para quitarle hierro al asunto. Y posiblemente la tasa de mortalidad sea parecida, pero esto no es una buena noticia, sobre todo si se convierte en un virus estacional.
Tener el equivalente a una segunda epidemia de gripe sería un desastre sanitario de enormes proporciones, si tenemos en cuenta los recursos que se destinan a tratar la gripe cada año, y las muertes que causa. Así que los esfuerzos de contención que se están llevando a cabo no se deben tanto a los muertos que pueda causar este coronavirus ahora, sino a intentar por todos los medios que la epidemia pueda contenerse y que, idealmente, el virus desaparezca. Por eso se destinan tantas energías y recursos a contener el coronavirus: a diferencia de la gripe, aún no se ha instalado entre nosotros.
Me interesa tratar aquí, precisamente, cuáles están siendo las principales estrategias de contención y comunicación pública respecto del virus en los distintos países del mundo, y que dependen fundamentalmente de dos variables: la política (democracia o dictadura) y la económica (mayor o menor grado de desarrollo, sobre todo del sistema sanitario). Los países democráticos actúan con mayor transparencia, pero son más renuentes a aplicar medidas severas de contención, como sí pueden permitirse hacer las dictaduras. El mayor grado de desarrollo permite detectar mucho mejor el virus, rastrear su contagio y tratar los casos que requieren hospitalización, así como aplicar la cuarentena a aquellos que no la requieran o no se sepa si se han contagiado.
El caso chino (una dictadura con un elevado grado de desarrollo), donde inicialmente se produjo el contagio, ha mostrado con claridad lo que ocurre cuando sucede algo así en una dictadura desarrollada: primero, negaron la importancia del brote, e incluso su misma existencia, lo que permitió que el coronavirus se extendiera sin freno durante semanas. Cuando por fin asumieron la realidad, aplicaron medidas draconianas (sesenta millones de personas aisladas, reparto de alimentos a las personas en cuarentena, permisos localizados para salir de casa, ...) que, unidas a la elevada tecnificación sanitaria del país y su grado de desarrollo económico, parece que están posibilitando que se contenga eficazmente la epidemia. Sin embargo, estos éxitos se han producido una vez China tuvo que rendirse a la evidencia del contagio: actuaron tarde, y eso ha provocado miles de muertos y, sobre todo, que el coronavirus haya tenido semanas para extenderse a otros países antes de que se adoptasen medidas al respecto.
En los países desarrollados con sistemas democráticos, la contención del virus tiene el problema de que no es tan sencillo tratar a sus ciudadanos con las mismas reglas que en una dictadura; no se puede confinar a la gente indefinidamente, ni parar por completo la actividad económica. En países como Italia, donde se han aplicado medidas profilácticas drásticas para contener el virus (cierre de colegios y universidades, suspensión de actos públicos, 50.000 personas en cuarentena con prohibición de salir de la zona), es dudoso que la cosa se mantenga durante mucho tiempo, y de hecho ya se está planteando la posibilidad de anularlas o rebajarlas, porque comienza a preocupar más el daño a la economía que la expansión del coronavirus.
Una situación similar a la que en breve podemos encontrarnos en España, donde han aparecido personas contagiadas con el coronavirus en muchas comunidades autónomas; en algunos casos, además, sin que esté claro el origen del contagio, lo que quizás signifique que el virus lleva semanas circulando por el país sin ser detectado. Si los contagios se multiplican, como parece probable, es posible que se apliquen medidas de control de las multitudes, esto es: que se restrinjan determinados actos públicos.
Aquí es donde entra de lleno la Comunidad Valenciana y, más concretamente, la ciudad de Valencia, que en el momento de escribir estas líneas es la ciudad española con mayor número de contagiados por el coronavirus, la mayoría de ellos relacionados con los 2400 aficionados del Valencia que viajaron a Milán hace dos semanas (poco antes de que apareciera el brote en Italia).
Valencia celebrará en otras dos semanas las fiestas de las Fallas, que como todo el mundo sabe generan enormes aglomeraciones de gente en la calle (mascletàs, castillos, la ofrenda a la Virgen, el movimiento de la gente por las calles para ver los monumentos falleros, ...) y también en recintos específicos: las funestas carpas, que habitualmente se dedican a generar suciedad y ruido hasta altas horas de la madrugada, pero que ahora pueden ser inmejorables caldos de cultivo para difundir el coronavirus.
Por otro lado, las Fallas, como es sabido, generan una actividad económica muy significativa y son esperadas con ansia y entusiasmo por buena parte de los valencianos (sería interesante saber si son, globalmente, más o menos valencianos que los que las ven venir con diversos grados de aprensión u horror). Los políticos valencianos ya han dicho lo que cabría esperar: aclarar que aquí no pasa nada, circulen, que el coronavirus es un bichito que si se cae se mata y que si se cancelan o restringen las Fallas será por decisión del ministerio de Sanidad. Ya veremos qué decisión se adopta, si es que se adopta alguna decisión, y cuáles son sus consecuencias en términos de difusión del coronavirus. Por el momento, países como Suiza, con dieciséis contagiados en un país de 8 millones de habitantes, ya han anulado eventos y prohibido actos de más de mil personas.
Sin embargo, el verdadero problema, en términos globales, no está en los países occidentales, ni en China: está en los países en vías de desarrollo, sobre todo si son dictaduras. En estos países no disponemos de información fiable de los gobiernos, como es el caso de Irán, o directamente de ninguna información, como sucede con Corea del Norte. Y sin información es verdaderamente difícil saber qué está ocurriendo allí.
En Irán, por lo pronto, sabemos que el Gobierno reconoce una ratio de muertes en relación con el número de contagiados mucho más elevada que en otros países (en torno al 10%). Si a ello unimos que se han contagiado ya al menos dos miembros del Gobierno iraní y dos parlamentarios, parece evidente que el coronavirus está muchísimo más difundido de lo que se reconoce; en parte, porque un régimen autoritario tiene la pulsión inicial de ocultar datos que percibe como desfavorables para sus intereses, y en parte porque un país con un sistema sanitario precario tiene una capacidad mucho menor de detectar y tratar el virus (o cualquier otra epidemia que surja). En países como Irán, Egipto, o la India es donde el coronavirus puede resultar más peligroso, aunque tengamos la atención fijada (como por otro lado es normal) en los países de nuestro entorno, y específicamente en el nuestro.