De un líder político se espera que sea capaz de tomar decisiones difíciles en pro del bien común, aunque tengan un coste electoral o se enfrenten a la incomprensión de una parte sustancial de los ciudadanos. Para liderar hay que tener capacidad de anticiparse a los acontecimientos, sobre todo si adelantarse puede evitar un gran perjuicio. En cambio, estas semanas, a propósito de la crisis del coronavirus, estamos viendo, con toda claridad, que los políticos españoles funcionan más bien en sentido contrario: dilatan en el tiempo todo lo posible la toma de decisiones que es evidente que hay que adoptar cuanto antes, porque les preocupa demasiado el efecto electoral que sobre ellos y su partido pueda entrañar el que se tomen decisiones "demasiado pronto", es decir: cuando la mayoría de los ciudadanos aún no son conscientes, aparentemente, de lo que hay en juego. Así que retrasan y retrasan las medidas que se están tomando en otros países de nuestro entorno, se niegan a implantarlas, o lo hacen tarde y mal.
El ejemplo diáfano es lo que ha sucedido con las Fallas. Mientras se cancelaban todo tipo de espectáculos y festividades en otros países, incluso en el nuestro, nuestras autoridades mantuvieron, contra viento y marea, la convocatoria de las Fallas durante días y días. Es más: alentaron a la población a que participen en las mascletàs y demás actividades programadas; quitaron hierro al asunto, remitiéndose a unos fantasmagóricos "expertos", de identidad desconocida, para no hacer nada al respecto; y, por fin, cuando tomaron la decisión de suspender las Fallas, dejaron muy claro que lo hacían obligados por el ministerio de Sanidad, y no motu proprio. También causa estupor la actuación del alcalde de València, Joan Ribó, que se ha destacado como principal defensor de mantener las Fallas a ultranza y contra toda evidencia, que en el momento de tomar la decisión optó por hacer mutis por el foro, y que en ningún momento ha liderado a la ciudad ante lo que se nos viene encima.
También sería conveniente que la conselleria de Sanitat y el Ayuntamiento de València clarificasen quiénes eran los expertos que les recomendaban mantener las Fallas a toda costa y por qué razones, contra el consenso científico a nivel mundial, que deja claro que las grandes aglomeraciones de gente son el caldo de cultivo ideal para propagar el coronavirus. Porque, en caso contrario, habrá que pensar que los expertos no existían (o que les recomendaban hacer justo lo contrario de lo que predicaban), y que la decisión de mantener las Fallas a toda costa venía asesorada no por la conveniencia sanitaria, sino a pesar de ella. Lamentable actuación colectiva de los políticos que gobiernan en nuestras principales instituciones, que nos da la medida de lo que cabe esperar de ellos ante una crisis de envergadura, como esta.
Mirando el lado positivo, hay dos cuestiones que hemos de considerar a propósito de la suspensión de las Fallas: al menos, cuando se decidió suspender, aunque fuera tarde (tras diez días de festejos, ignorando la realidad en la que ya estábamos inmersos), se suspendió sin medias tintas: sin aplicar la alternativa de suspender las grandes concentraciones de gente (mascletàs, castillos y la ofrenda floral), permitiendo que las agrupaciones falleras desarrollasen las festividades en sus casales falleros. Esto habría constituido un nuevo error, dado que se habrían producido aglomeraciones durante días, y además habría sido un factor de atracción de miles de personas del resto de España (singularmente, Madrid, comunidad autónoma más afectada por el coronavirus).
Por otro lado, el Consell tardó tanto en tomar la decisión que, por entonces, la sociedad ya se había adelantado a ellos. La gente comenzaba a no ir a las mascletàs (a pesar de que sus supuestos líderes políticos les alentaban a que lo hicieran), y el mundo fallero (cuya reacción era temida en el Consell y el ayuntamiento como si fueran a desatarse los cuatro jinetes del Apocalipsis), a la hora de la verdad, ha reaccionado con moderación y en términos bastante razonables ante lo que todo el mundo, salvo en el Palau de la Generalitat y en el consistorio municipal, veía claro desde hace días: que con las actuales circunstancias, por una cuestión elemental de salud pública, no podían mantenerse las Fallas.
La suspensión de las Fallas ha funcionado como una revelación para mucha gente. Y también para el propio Consell, pues -afortunadamente-, igual que cabe criticar la inacción e irresponsabilidad que vivimos hasta este martes, hay que decir que desde entonces el gobierno de Ximo Puig parece haber asumido la realidad y la parte que le toca en la gestión de la crisis. Las medidas acordadas en los últimos días buscan tanto fortalecer el sistema sanitario como limitar al mínimo la actividad comercial y la vida social (minimizando en lo posible el riesgo de contagio). Ambos parámetros resultan imprescindibles para afrontar un problema de esta naturaleza, y por tanto hay que aplaudirlas, aunque supongan pasar en menos de una semana del "todo normal y las Fallas no se tocan" a todo lo contrario (el alcalde, mientras tanto, sólo ha dado señales de vida para hablar de cuándo se celebrarán las Fallas, una vez suspendidas).
Lo mismo cabe decir, respecto del conjunto de España, de las manifestaciones del 8M, en donde se ha reproducido exactamente el mismo fenómeno que con las Fallas: mantenerlas a toda costa y contra toda evidencia, porque interesaba políticamente; afirmar que estaba todo controlado y no había ningún problema para, justo al terminar las manifestaciones, alertar de los riesgos, tomar, por fin, medidas y lamentarse del pasado. Esa falta de previsión, esa irresponsabilidad gubernamental, está detrás de muchas actitudes ciudadanas, que le quitan hierro al asunto, dicen que esto es "como una gripe", que no es para tanto, que no hay que cambiar las costumbres (salvo en la compra de papel higiénico) y está muy bien quedar con los amigos, tomarse la cervecita, ir al apartamento de la playa, etcétera.
Desde entonces, y en apenas una semana, se han sucedido los anuncios, las medidas, y se ha extendido entre la población la sensación de peligro; la necesidad de, esta vez sí, tomar precauciones, hasta que hemos llegado al decreto del estado de alarma. Aunque sólo sea por su interés electoral, cabe pensar que la clase política ha aprendido la lección, porque cuanto menos hagan ahora, más tendremos que lamentar después. Por desgracia, el coronavirus no entiende de agenda electoral ni "relato" político hegemónico. El coronavirus contagia, y contagia a más gente y en menos tiempo conforme más facilidades le demos.