La preocupación por la corrupción y el fraude se ha disparado 3,5 puntos hasta alcanzar el 37,3% de las inquietudes sociales, según el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Los españoles se declaran pesimistas en torno ellas y a la política española. Los últimos casos conocidos recientemente inciden en que somos una sociedad muy enferma, en fase terminal, agonizante
Creíamos haberlo visto todo hasta ahora en materia de corrupción política y del sistema, pero no. Nos habíamos quedado cortos. Y lo que algunos vaticinan que está todavía por llegar. Todo es ya posible, aunque nuestra capacidad de sorpresa esté por los suelos y el hartazgo personal vaya alejando a muchos de tertulias, informativos, peleas e investigaciones relacionadas.
Casualmente, hace apenas unos días mantenía una conversación con un técnico que durante los últimos años ha venido trabajando e investigando desde dentro casos de corrupción. Después de una larga charla con alguien que ha sido testigo de cómo se movían los millones, salían las comisiones, no sólo la justicia era lenta sino lo que había costado intentar hacer colaborar en las investigaciones a otros poderes del Estado, en este caso el económico, llegaba a varias conclusiones muy interesantes. Por un lado dejaba claro que el problema es que las leyes en las que todavía se sustentan todos estos temas –lo recordaba hace apenas unos días también el juez Bosch- son decimonónicas. Muchos de ese mismo poder han estado mirando largo tiempo hacia otro lado. También tenemos el lío de los fiscales.
Además, faltan juzgados especializados y medios para avanzar y desatascar la gran cola de casos pendientes y continuar con investigaciones e instrucciones, pero sobre todo medios de control internos de los propios gobiernos y partidos que hagan sonar las alarmas. Mientras unos y otros se protejan y todo procedimiento pueda ser interferido nada cambiará, todo continuará dilatándose en el tiempo año tras año hasta el aburrimiento, el cansancio o el simple olvido.
Pero mi interlocutor aún llegaba a una conclusión mucho más interesante y objetiva. Advertía que en este país, a diferencia de otros europeos y más avanzados donde la lucha contra la corrupción es determinante y no forma parte de su cultura por la propia evolución social e histórica, el verdadero problema y la gran corrupción se produce cuando los propios poderes políticos no ponen medios contra ella. Está todo dicho. Si somos, como parece ser, una sociedad no es su conjunto pero sí marcada por la corrupción es porque así lo queremos o toleramos.
Después de tantos años de Democracia nos queda, por lo visto, mucho camino aún por recorrer. La sociedad ha sido adormecida por la clase política para que pudiera campar a sus anchas, aprovecharse de sus ventajas y robar lo que no está escrito, tanto para quienes la practicaban como para financiar sus propias estructuras políticas.
Hasta ahora habíamos visto consellers sentados en el banquillo, presidentes autonómicos absueltos por los pelos tras haberle escuchado conversaciones más que pornográficas con los conseguidores de las tramas de lo que hiciera falta, alcaldes y presidentes provinciales y de diputaciones saliendo esposados, tramas criminales completas que se beneficiaban hasta del fango o la solidaridad, la forma en que se han esquilmado instituciones culturales sin escrúpulos, todopoderosas familias enteras desviando millones y millones a paraísos fiscales a través de sociedades pantalla e incluso a un expresidente autonómico renunciando a sus derechos vitalicios, ojo, a sus derechos vitalicios, tras haber sido condenado por falsificar facturas. Y lo que nos espera por ver una vez pasen muchos de los señalados por los banquillos para mostrar sus vergüenzas ante la Justicia, si es que por suerte no han prescrito muchos de sus presuntos delitos o un día no disuelven por decreto al propio Poder Judicial y policial.
La detención del expresidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González -Nacho para los amigos-, junto a un buen número de familiares, cargos públicos y poderosos empresarios, las confesiones de la expresidenta autonómica Esperanza Aguirre, lágrimas teatrales incluidas, y la próxima declaración de Rajoy como testigo –un hecho insólito–, el venidero caso de los ERES de Andalucía o las informaciones que cada día salen en torno al “pulcro” y “honrado” “extodopoderososexministro” de Economía y expresidente del FMI, Rodrigo Rato, sólo nos puede llevar a una conclusión: somos un país muy enfermo, casi en fase terminal con un cáncer que nos está asfixiando y se ha ido propagando impunemente por todas las estructuras del Estado.
Somos un país engañado por los discursos de honradez y la manipulación informativa a la que nos han estado sometiendo desde las propias estructuras de los gobiernos, tanto nacional como autonómicos o municipales. Somos un país al borde de la muerte, pero lo peor, con una sociedad que a veces da la impresión que no quiere luchar a fondo contra ese estigma, se conforma o prefiere sufrir su propia lenta agonía en silencio.
Al menos quedan algunos que aún aman la vida profundamente y se resisten a ir al tanatorio. Pero si algo está claro es que nos hace falta una buena catarsis democrática que nos haga poder volver a creer en el sistema que un día decidimos otorgarnos. Igual serán nuestros hijos o nietos quienes lo vean si no ponemos ahora mismo remedio urgente.