Es lo más antiguo que vas a tocar nunca, me dijo Anna al entrar en la sala acorazada. La miré con interés y me vinieron a la cabeza imágenes de cosas viejas, muy viejas: un árbol condensa los rasgos más sobresalientes de la antigüedad, imaginé. La quietud o más bien la lentitud de su crecimiento, la tranquilidad alejada del tiempo, quizá. ¿Pueden ser tranquilos los árboles?
Unos días antes de entrar en el Museo de Historia Natural que gestiona Anna García en el Campus de Burjassot de la Universitat de València, leí en un reportaje de la BBC algo sobre el árbol más antiguo del mundo, Matusalén se llamaba. Pero a diferencia de los 969 años del personaje bíblico, el árbol vivo más viejo catalogado suma 4.847 años. Es una cifra que descoloca aunque resulta sencillo situarla históricamente: centuria arriba o abajo es contemporáneo de las pirámides de Egipto. Recuerdo que me gustó mucho leer que la ubicación del árbol permanecía en secreto.
También me invadió el pensamiento contrario e imaginé a esos insectos voladores y primitivos que viven escasamente una hora en su estadio adulto y que se llaman efímeras. Lo curioso es que en su fase larvaria y acuática pueden vivir varios años. La naturaleza no juega con medidas, las ponemos nosotros. ¿Cómo pasa el tiempo para una efímera adulta, para una efímera ninfa o para un árbol?
Los calendarios y los relojes intentan medir algo que no está sujeto a fronteras humanas, el tiempo. Ese preludio que ahora mismo relato, antes de entrar en la sala secreta del museo, entre el momento en que Anna pronunció su frase y yo anduve el primer paso, transcurrió un tiempo difícil de medir.
En ese lapso pasaron muchas cosas. Escuché una conversación en la que un amigo me explicaba cómo el año 2020 se había esfumado de su memoria, la pandemia le había arrancado un año de vida, todo lo que recordaba, me decía, parecía anterior a marzo de 2020. Esas palabras me recordaron la manoseada cita de Blaise Pascal: “Nuestra naturaleza está en el movimiento, el reposo absoluto es la muerte”.
El tiempo y la acción están asociados de una forma que no alcanzo a entender del todo, es una combinación mágica. Escribes cinco verbos en un párrafo y la lectura se acelera, describes un lugar y el tiempo se frena como una siesta. Y así con todo, cualquier aplicación es válida. Un año sin movimiento: sin quedadas con amigos, sin viajes, sin sobremesas eternas con la familia, sin la aventura de las noches de verano… ¿es un año muerto?
No puede serlo, quizá sea el año en que más vivos nos hemos sentido por la cercanía de la muerte. Y el tiempo, ¿cómo ha transcurrido? El tiempo pasa a ritmos distintos según la persona y el movimiento. Es una de las consecuencias de la teoría de la relatividad espacial demostrada a partir de la paradoja de los gemelos de Einstein. Si uno de estos gemelos permanece quieto y otro se mueve sus relojes marcarán tiempos distintos, también sus relojes biológicos. Es apenas imperceptible en los movimientos que acostumbramos, pero a medida que nos acercamos a la velocidad de la luz el efecto es más acusado. El gemelo que no se mueve envejece más rápido que el viajero.
También existe la percepción subjetiva del tiempo. Cuando disfrutamos o estamos motivados el tiempo pasa volando, y se ralentiza cuando estamos enfermos, aburridos o en peligro. No siempre el tiempo que deseamos es el mismo que percibimos, a veces queremos que corra deprisa y pase (la pandemia, por ejemplo), otras veces nos gustaría congelar los momentos (y que el niño o la niña no se hagan mayores nunca). Puede ser muy frustrante cuando el tiempo deseado y el percibido no se sincronizan. A mí me resulta inquietante porque siento que no vivo acompasado.
2020 ha sido un año sin compás, así lo sentí hasta que entré en la sala acorazada y descubrí ese objeto. Anna insistió: tócala, no te cortes. Yo me concentré en la acción intentando fusionar textura y emoción, como si fuera una caricia. El contacto frío, gélido, me apartó de la ensoñación. Más tarde leí en Wikipedia que la condrita H es el tipo más ordinario de meteorito y que la H hace alusión a high por su alto contenido en hierro. Me pareció percibir su magnetismo a través de los cóndrulos que le dan nombre. Pesa algo más de 33 kilos, un tamaño enorme para un meteorito, se formó hace 4.600 millones de años, interrumpió Anna. El que tenemos en la sala de exposiciones es una réplica, aquí no dejamos entrar a nadie, sonrió.
Hubo un silencio. Probablemente no supe encajar la cifra. Anna adivinó la pregunta antes de que pudiera pronunciarla: sí, es más antiguo que este mundo. También me dijo que se desconoce su procedencia. Los documentos que contenían la fecha de su caída y la ubicación exacta donde fue encontrado se quemaron en mayo de 1932 durante el incendio del antiguo Gabinete de Historia Natural de la Universitat, situado en lo que actualmente se conoce como el Centre Cultural La Nau.
Me recosté sobre la pared. Anna siguió hablando entusiasmada. La voz parecía venir de otra sala. Recuerdo una sensación de extraña lejanía. Si hubiera existido algo de movimiento, diría que las vibraciones de su voz llegaban graves, en oscilaciones lentas, como de otro tiempo.
Rafa Honrubia, editor de la revista Nonada