Septiembre se presta a las remembranzas. No en vano es de los meses que marcan fronteras más allá del mes y los días. Existe un pasado eslabonado de septiembres. Entre estos, los que arrancan en la, para algunos, ya lejana infancia, ya remota adolescencia. Pienso en los que me pertenecen y, además de asombrarme por su lejanía, lo hacen por la vívida presencia de los recuerdos acumulados.
Digamos que el camino nace a finales de los cincuenta e inicios de los años sesenta. En aquel entonces, septiembre iniciaba el ritual de la ropa de abrigo. El curso escolar comenzaba a principios de octubre y, semanas antes, se abrían roperos y armarios para desenvolver las prendas del curso anterior. En los chicos, era el momento de alargar la orilla de los pantalones y, en las chicas, la de las faldas, cuya extensión bien hablaba de la prudencia de las madres, de las estrecheces económicas de la época y, en el caso de las estudiantes, del criterio moral imperante. La naftalina, que había protegido el uniforme escolar de las polillas, invadía las habitaciones. Se revelaba entonces una novedad, por más que estuviera anunciada: la necesidad de confeccionar un nuevo uniforme porque la naturaleza ya no concedía nuevas prórrogas al antiguo.
Los varones, en ciudades como Gandia, lo teníamos más fácil. Nuestra vestimenta obligatoria se limitaba al guardapolvo o delantal, como lo llamábamos los alumnos. Una tela de fondo blanco con rayas azules, abrigada de solapas y dotada de tres bolsillos. Algo sencillo y manejable que solía necesitar refuerzos en las coderas; no tanto por la aplicación que practicaban en el estudio nuestros codos, como por el deterioro progresivo de unos pupitres anteriores a la guerra civil, dotados de aristas espontáneas capaces de rasgar cualquier tejido.
Septiembre era, asimismo, el mes de una relación distinta con la climatología. Se esperaba, y solía cumplirse, que la transición hacia la ropa de lana la facilitara la nueva temporada de lluvias, la evidente reducción de las temperaturas, el ascenso de una atmósfera fresca con aromas que combinaban los del ozono y la tierra húmeda cuando las tormentas alcanzaban sus mayores expresiones. Era el momento de estrenar las nuevas botas de agua, negras, desprendiendo todavía su intenso olor a goma. Unas botas que, para los niños, representaban algo más, claramente puesto de manifiesto cuando las combinábamos con la cartuchera y la pistola con las que protagonizábamos nuestras personales películas de indios y vaqueros pese a que los primeros sólo figurasen como secundarios obligados de aquellas fantasías.
Era también el momento de aprovechar aquellas botas, -a menudo una o dos tallas superiores a la necesaria, para acercarse a los huertos más próximos y buscar caracoles. La caragolada disponía de su propia técnica: salir al campo cuando cesaban las lluvias y emplear aquel tiempo que los caracoles aprovechaban para mostrarse abiertamente. La perspicacia del buscador incluía la observación de las raíces de los naranjos, bajo las cuales se ocultaban los caracoles más desconfiados. Cada hallazgo de un ejemplar importante, -xona, moro-, despertaba entusiasmo y elevaba las expectativas sobre el plato que prepararían las madres tras engañar a los caracoles para que saliesen de sus conchas y formaran parte de aquellos guisos en los que la cebolla, el tomate y la sal les transformaban en protagonistas de las cenas.
Septiembre añadía otra novedad a las anteriores. Una que se ha reiterado con el paso del tiempo, si bien con sus propios matices. Entonces resultaba obligatorio adquirir los libros fijados por el colegio, sin que existiera la posibilidad de usar los del curso anterior o la de acudir a tabletas con los textos incorporados. Unos textos que, en la enseñanza primaria, se iniciaban con el catón y continuaban con la Enciclopedia Álvarez y el apoyo de los Cuadernos Rubio, todavía existentes. Más tarde se incorporarían los manuales específicos para cada asignatura concreta. Fuese antes o después, el descubrimiento de cada libro guardaba su propia reserva iniciática: al aroma a nuevo que desprendían las hojas al despegarse se sumaba la búsqueda inquieta de los dibujos, -la fotografía se resistía todavía-, y la ilusionada percepción de que ocultaban atractivos misterios.
Junto al texto, el material escolar. Los plumieres constituían las piezas más deseadas, en particular aquellos de notable superficie o altura, custodios tanto de lo más preciso como de lo más deseado por los niños: los lápices de colores. Un objeto que confería distinción a los plumieres que acumulaban mayor número de tonalidades. Lógico resultaba que, entre los regalos de las primeras comuniones, el estuche ocupase un lugar indiscutido y una ambición colorista que, de los lápices tradicionales, se fue trasladando, con el tiempo, a los rotuladores y otros útiles de dibujo.
De este modo avanzaban aquellos septiembres. Con los almacenes de naranja iniciando poco a poco su actividad y poniendo a punto sus instalaciones. Con los agricultores alfarrasant sus cosechas y formándose una primera idea de los precios que podrían obtener de su venta. Con los niños reencontrando a los amigos más afortunados económicamente, desaparecidos desde que acabara el curso y se desplazaran a sus lugares de veraneo. Nuevos tiempos de juego y la cerrada impresión de que algo finalizaba y un nuevo tiempo vendría salpicado de novedades. Era el septiembre de los niños, nuestro septiembre, que concluía en octubre con otros tomando el rumbo de nuestros días escolares y, en ocasiones, de nuestro futuro peregrinar con y por la vida.