¿Cómo se confina uno en un cartón? Una mujer indigente ha venido a parar a nuestro departamento y abrimos de nuevo la planta. "El virus psiquiátrico ya ha despertado", sentencia la jefa en el parte diario.
Saludo a mi compañera que aún está sudando después de quitarse el EPI. Han jugado al ping-pong con la señora sin techo todo el lunes y Kafka ha querido que acabe atada a la cama y escupiéndonos porque le negamos un cigarro. Kafka es un escritor que ya murió, lo sé, pintaba un mundo que se ha tachado de fantástico, pero hay que leerlo en clave realista. Si todo en literatura es realismo, todo en la realidad es fantasía. El autor checo sólo quiso advertirnos de los cruces continuos en los que una dimensión visita a la otra. Suplanta a la otra. Un juez fantástico desoye el informe de mi compañera y devuelve a la indigente a urgencias porque a la forense le ha dicho que habla diariamente con el Rey. Nadie ha llamado al Rey Felipe para confirmar este dato.
Trajino toda la mañana con sensación de volar en círculos como un moscón. Las llamadas se superponen, alcanzo los domicilios mientras atiendo el móvil mientras me aborda una compañera en duelo. Soy un as. En el entreacto logro cargarme el teclado porque lo flambeo con lejía diluida y muere. Lógicamente. El informático viene puntual. Hace el diagnóstico de visu y me ahorra un sermón, pero no puedo escurrir el bulto, "aún chorreaba cuando le he dado la vuelta". Mi bochorno no roza al chico, su eficiencia silenciosa está lejos de los consejos paternales o las charlas. Arregla máquinas, no personas. Lo veo llegar con un rollo gigante de film transparente y pronto todos los teclados parecen gusanos de seda. Hoy es mi teclado y mañana puedo ser yo. Ya he hablado antes de Kafka.
Salimos de la parálisis, las placas tectónicas resbalan otra vez, se deslizan una contra otra, se aman de nuevo. La tierra tiembla imperceptiblemente y nadie se atreve a celebrarlo. Hay una cola como la del súper en la ventanilla de urgencias. "Respeten la distancia por favor gracias". Gente con cara de intrusa ha penetrado en un reino que parecía privado. Que ya no volverá a oler al pollo frito que nos regalaba una firma de comida rápida. Los familiares pululan respetuosamente por la sala de espera. Es una alegría y una cruz volver a verlos, como no podía ser de otra manera. Arriba, en la planta Covid, la internista ya no precisa voluntarios, se la ve feliz de atender pacientes diversos, reales. En la pizarra de la sala de médicos alguien ha escrito un mensaje hermoso. La caligrafía es acampanada, femenina, descifrable. Letra de médico que no quiere parecer de médico, que quiere que se entienda bien: "Si después de esta pandemia no somos mejores personas, entonces no habremos aprendido nada de la VIDA".
La prueba rápida. Hoy se ha anunciado que ya disponemos de ella. Tengo un paciente con fiebre que se mueve por el pueblo como un electrón desapareado y sólo aspiro a cerrar la mañana con una prueba rápida para él. En la lista de pacientes hay un icono para anunciar si el virus es positivo (rojo), negativo (verde) o pendiente (amarillo). Quiero mi negativo. El icono resultaría simpático si no fuera por lo mal que lo han dibujado. Sin drama. Sin estridencias. Un gapo aplastado contra el suelo. El hijo de Espinete.
La pantalla de peticiones es un laberinto. Me adentro en los vericuetos, soplo, maldigo. Una enfermera me saca del cepo y me consuela, desmiente que sea fácil. Se pretenden pocas pruebas, me recuerda; cree que lo han hecho así para desanimarnos. La examino con admiración, los enfermeros siempre tan prosaicos, tan buenos escuderos. Viven a ras de tierra, por eso se contagian los primeros.
Descubro un teléfono para rezagados y descubro una enfermera que me va a pasar eternamente con una doctora. Reviso mi atuendo de seguridad y salgo disparada al laboratorio. Antes he pasado por dirección. Adarga antigua y sin rocín flaco, espero educadamente a que la médica termine la conversación. El laboratorio me decepciona. Esperaba una colmena vibrante con enfermeras exhaustas haciendo zigzag entre las pipetas. Se valen con tres. Olvidaba que no hay pruebas.
Hay una pestaña (¡siempre hay una pestaña!) que no he visto y la doctora es suave conmigo al abrir los desplegables. Aprovecho su desenvoltura para que imprima ella misma las etiquetas y me manda, con solícito respeto, a su secretaria, quien perderá su tiempo guiándome hasta la ventanilla. Quiero volver aquí mañana. Quiero venir todos los días. Gente que no ha pisoteado los formalismos. Que no arruga la nariz ni le dice a una "hazlo tú misma".
El arrullo del laboratorio me gusta, la vibración de los robots, el rumor de los agitadores de probetas, el campo magnético de las electroforesis. Las enfermeras trajinan sin atropello, una de ellas saca una gradilla de tubos con delectación y la sostiene como una bandeja de horno, tiene la parsimonia de un chef cinco estrellas. Hay pósters de perritos o de playas turquesa intercalados entre las moles de plástico y las neveras. Un vaso de precipitado alberga un poto y da una nota de vida a este vagón tecnológico.
Guardo mis etiquetas y las custodio hasta mi unidad, me siento absurdamente clandestina, como si viniera de obtener una entrada del Valencia en la reventa. He coronado la mañana.
Antes de marchar chequeo el aguante de R., uno de los enfermos con los que fracaso diariamente al teléfono para que se tome el Zyprexa. Se cuida bien. Quiere que yo también lo haga. Que las emociones desbordadas no apaguen mi sol. Que brillemos con fuerza. Un poderoso eclipse solar tuvo lugar en diciembre y ahora ha habido luna llena en Virgo. Marte, Júpiter, Plutón y Saturno hacen trígono con nuestro plenilunio y son cuatro planetas maléficos. Debo cuidarme. Pero todo esto yo ya lo sabía. R. no se quiere enrollar porque sabe que voy liada y aún no he comido.
Bajo la ventanilla para volver a casa. El sol brillaba en los charcos del parking y me he quitado el polar pero sigo sofocada. Me concentro en las lentejas que me esperan en el plato. Debo cuidarme, lo dice R. Cualquiera puede convertirse mañana en cucaracha y no es una mera metáfora.
No es algo nuevo. Sólo es más explícito desde la pandemia.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora