Intento entender estos días por qué hacemos esto. La idea de que no sabemos hacer otra cosa se me antoja ya un poco ramplona pero no doy con una alternativa.
Rescato a Bulgákov. Se lo robo a mi hijo de la mesilla. Su Diario de un joven médico condensa la zozobra y la determinación ciega que me atravesaban en la residencia. En sus páginas, el recién licenciado rellena los huecos de la inexperiencia y el pánico con el valor y el ansia de aventura que yo necesito estos días.
"Quien no ha cabalgado por perdidos caminos rurales no está en condiciones de hacerse cargo de nada de lo que le cuento. De todas formas no lo entendería. Y quien ha viajado así, más vale que no lo recuerde". Nosotras no cruzamos la estepa helada, la Rusia de principios del XX nos queda lejos. No despedimos aroma a alcanfor, no nos haremos adictas a la morfina (si acaso a las series) y en vez de cochero y caballos dejamos un utilitario eléctrico aparcado en zona azul. No es un viaje épico, pero la cuesta del castillo ofrece ciertos peligros porque llueve a mares. Esquivamos los regatos que descienden por el empedrado, yo llevo el maletín sobre la cabeza, ellas nada. Se ocupan de dos bolsas de plástico repletas de trastos que no entiendo y que cubren con más celo que su cuello al aire, expuesto a un resfriado. Ríen con el pelo pegado a la cara y no pasan de los 30. Las han contratado adrede para las pruebas de Covid. No se lo han pensado. El hospital es un imán para ellas, no suelen pisarlo hasta que no llega el verano.
Mi paciente es joven, las tranquilizo de camino allí. Colabora. No es obeso. Me miran con gratitud, han pasado la mañana de residencia en residencia, rascando gargantas seniles, en cuellos que parecen desmigarse como pan mojado. A menudo una tiene que sujetar un antebrazo o un codo y rompe el protocolo, sólo la que toma la muestra debería tener contacto. Con este son siete pueblos en una mañana y no han parado a almorzar. Su supervisor estará todavía en la unidad desierta cuando regresemos, las "chiquillas", las llama. Un gesto galante, complaciente. Esperarlas. Las cuida como si fueran el invitado de fin de semana.
El chico tiene buen aspecto, la fiebre va remitiendo, también el miedo. Su novia ha dejado de vomitar, pero aún tiene tos. Él mismo ha llamado al médico para dar el parte. El salón es tan breve que la Ruleta de la Fortuna lo llena todo. Le pregunto al padre por el programa y el pellejo de su cuello no se inmuta. "Es sordo", me aclara el hijo. Los dos chuchos bullen excitados entre los pies, ya no me ladran, soy de la casa. Son mestizos, hechos a la calle, como su amo. Seiko, el más cachorro, es impetuoso, zalamero. Las enfermeras están cortadas porque no hay apenas muebles donde hacer la extracción. Pido que retiren a los perros y avanzo hacia la cocina, descubro una silla que perdió su función de silla, retiro las bolsas para que la usen.
El chico no parece el mismo de ayer al teléfono. Se deja hacer, me sonríe agradecido. Estas mutaciones tan rápidas son su tara, su esencia. En el coche les explicaré a las chicas el trastorno límite, les resumiré los puntos gráficos de su historia, apuntaré lo que deben aprender. Me escucharán educadas pero no les interesa. Viven en la acción. Las protagonistas estos días son ellas.
Descargan las bolsas entre la pila y la silla y empiezan su actuación. Parecen artistas callejeras. El baile incluye un mandil verde que se desdobla, un gorro quirúrgico, dos pares de guantes, unas gafas que no irán a la basura: se limpian para nuevo uso. No es un EPI, es una chapuza. El chico y su padre miran intimidados pero callan, el cachorro inicia un lamento por ellos. Baja las orejas y quiere abordar a su amo, protegerlo, "no me van a hacer daño…", ríe el chico. Quiero acariciar al perro pero no saco las manos de mi anorak. En su lugar calmo al chico, le hago alguna pregunta banal, le sonrío por encima de mi máscara. La enfermera ya guarda la torunda, se la entrega a la compañera. Ha doblado su tamaño bajo las capas, maniobra entre velos pero encuentra todo lo que necesita: la glotis, la buena vena, el tubo.
Diluvia en la puerta. El chico nos entrega un paraguas de flores que no debemos devolverle. No sabe qué más nos puede dar. Era verdad que necesitaba mis ojos por encima de la mascarilla. Mis sesiones de terapia se habían desplumado este mes, reducido al esqueleto, soy ese número largo que puede aparecer en su móvil, una voz que elige su altavoz para mí, pero no tiene todos los matices, el timbre completo. Este es el motivo por el que he estado aquí. Esta es la petición que el chico me había hecho. "Este perfil es muy dependiente…", explicaré en el coche, y al decir perfil el chico ya se emborrona en su archivo del día. No tanto en el mío. Cruzo los dedos para que dé negativo.
Se han quitado las protecciones en el mismo salón enclenque, frente a la Ruleta de la Fortuna, entre los perros. En la calle no podían hacerlo. El ritual completo se me antoja estéril mientras bajo la cuesta concentrada en los adoquines. La enfermera 'ejecutora' tiene un abuelo de 90 y una hermana asmática. Su sonrisa es encantadora mientras me lo cuenta, esquiva los chorros de las cornisas y su mente sólo está puesta en llegar a la Unidad.
Cuando alcanzamos el coche, el pijama blanco lo lleva tan pegado que su ropa interior se insinúa por debajo. No ha traído calcetines de recambio. No ha pensado en un resfriado. A su edad no se mira el cielo antes de salir de casa. Ni el esfuerzo. Ni quedarse sin almorzar.
La vida discurre cuesta abajo, sin resbalones. Por supuesto no se mira el riesgo.
Yo anotaré el día de hoy como cuando apunto el periodo antes de ir al ginecólogo. Cada sanitario que tose o se congestiona estos días sufre un proceso similar a las mujeres frente a un Predictor: el piloto rosa dispara el rastreo reflejo de los archivos, el día, el amante, el vector. "Esto es del día en que al quitarme el EPI la goma de la mascarilla me saltó al ojo…", "esto es de la guardia en la que aquél chiquillo me estornudó en la cara...".
Alcanzo mi garaje y retiro la llave. He contestado a mi hija mientras doblaba la esquina, sé que me habrán dejado el plato y el pan primorosamente ordenados en mi sitio de la mesa. Espío el móvil y encuentro un mensaje que desactiva mi congoja: una médica de familia, de sesenta y pico, admite por fin un yogur después de un mes en la UCI. Tiene el cuello agujereado, una saturación vacilante y un shock emocional del que se despereza despacio. El virus la sacudió en la primera subida de la ola, asomada a alguna sima mucofaríngea cuando aún no habían llegado ni las mascarillas. Diez días antes nos habían reunido a todo el departamento. "Tranquilos ─se sentenciaba desde la tarima─, los pacientes vendrán al hospital, no van a pasar por vuestras consultas".
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora