Antes del Covid la lluvia era lluvia. Igual que los orientales eran todos chinos y cualquier raza de perro era un chucho, la lluvia era agua cayendo. A ojos de alguien de la ciudad no era más que un evento genérico, un rompe-planes.
Amplío mi catálogo estos días y soy feliz de ver cómo engorda la lista. A las once una lluvia esponjada, ingrávida, como una espuma blanca que nadie advierte, sin rostros en las ventanas. A las dos una lluvia definida, vertical, que tañe las cuerdas de los tendederos y llena la calle de una música metálica con base de gota gruesa estallando contra el asfalto. Anoche en el balcón una lluvia evanescente, minúscula, de deditos vacilantes sobre la piel, estallidos de humedad sobre las rodillas de mi hija, lluvia que emula la niebla y no se atreve a asumir su condición de lluvia. ¿Alguna vez habíamos vivido una primavera como esta?
Rocío y yo nos sentamos ayer en el balcón y abrazamos las rodillas con los brazos. Calmábamos la respiración después de una ronda de batalla en la alfombra. Lucha de croquetas (cada una rueda contra la otra y aspira a pasar por encima). Guerra de cachorras cuando se incorpora la perra. Forcejeos, ladridos, robos de zapatillas. Noa hinca el hocico, nos desafía, muerde con la malicia inocente de una monja que pellizca admonitoriamente.
"¿Qué quieres en el día de la madre?" Habíamos escuchado la lluvia en el balcón un largo rato. Le pedí que cerrara los ojos. Quería que retuviera el momento. Sin duda mi hija no se fijará en la crepitación sobre el parque, ni en el aire lavado, preciso; se acordará mejor de las luchas de croquetas. "Para el día de la madre quiero que bajemos al parque y nos tiremos por el césped". "Qué rollo, mamá".
Nadie puede modular sus recuerdos como nadie puede orquestar el contenido de un sueño. Cuando yo tenía su edad lo más grave que había arrollado mi memoria era el 23F. Y la presa de Tous, que sucumbió con la gota fría del 82. Conservo un diario donde anoté todo. Lo había hecho yo misma grapando folios. Mi diario en la portada, con Plastidecor de varios colores. "Días de lluvia", titulé la entrada. "Las radios estaban siempre hablando de la inundación y la tele sacando imágenes de puentes rotos y carreteras cortadas. Como me aburría me puse a dibujar un laberinto…". No había cole. No me dejaron que viniera mi amiga Rosabel.
¿Qué van a llevar consigo de viaje al futuro los niños del Covid? ¿Cómo será el esqueleto calcinado de estos días? En Cien Años de Soledad, José Arcadio Buendía descubre el armazón de un navío español varado una milla adentro de la costa. Parece la espina descarnada de un animal prehistórico: así imagino yo las trazas del recuerdo. Un galeón podrido y lejos de la furia del mar, de la derrota del hombre contra los elementos.
En estos días ya se gesta el recuerdo de la pandemia. Se adentra en el laboratorio del hipocampo para someterse a sus operaciones de ficción. Ni siquiera mientras todo pasaba éramos capaces de procesarlo, aprehenderlo. Ahora cada uno atesorará su propia huella. En unos quedará que el gobierno acertó, en otros que se estrelló, en muchos: que el gobierno daba igual porque la nave avanzaba sin nadie en el puente de mando. Habrá espacio para las estampas, los olores, un sanitario forrado de plástico, la tapa de un libro, la huella que dejan las gomas de la mascarilla.
¿Qué apuntan estos días los niños en sus diarios? ¿Qué retienen? Rocío ha coloreado botes de lápices, calendarios, todas sus libretas, Manuel lleva a su tío marcándole desde el móvil las rutinas de brazos y abdominales. Los grafittis del callejón de los gatos, también, y el crujido de sus zapatillas en la calle desierta. Alonso, mi vecino del segundo, quizá imprima en sus circuitos la silla azul con la que su padre le aúpa a la barandilla para el aplauso de las ocho. Todos han hecho cabañas prodigiosas sirviéndose de sábanas y toallas, cojines, recodos, honduras recién descubiertas. Recuerdo lo bien que conocía de niña mi casa del Saler. Cada fondo de armario, cada bóveda bajo los muebles recios de roble, la constelación plana de todos los somieres de la casa.
Estos días hemos hecho una regresión a la casa de la infancia. No necesitábamos a un sillón de diseño ni un decorador especializado sino encerrarnos dentro. Horas para catar la versatilidad de cada esquina. La cocina puede mutar a una sala de juntas si se retiran las migas de la mesa, el cabezal un despacho de psicoterapia, el hueco tras la estantería: un salón de belleza, un refugio de montaña o un tenderete de pequeños bártulos puestos a la venta.
Quiero pensar que también le hemos sacado unos metros cuadrados a nuestro futuro. Nos hemos reciclado, ampliado. Cenamos en silencio porque ya nos lo hemos dicho todo pero también porque hay otros mundos que nos reclaman, recién abiertos. Como espejos enfrentados, como una matrioshka que no se acaba: contenemos más figuras dentro de la apariencia.
"Un kilómetro y medio y sin salir de casa", me dice Rafa triunfal. Lleva un trapo en cada pie, se ejercita y abrillanta. Afea un poco mi fantasía de que somos una raza nueva. La multitarea no ha muerto, me digo al verle. Aprovecha para atender llamadas que se extienden como el cuentakilómetros de su móvil. Si queremos ser otra cosa habrá que liquidar viejos vicios. El telediario de la noche pasa una imagen de centro comercial en Wuhan y me deprime. Los suelos relucientes, los mostradores luminosos, la sonrisa prefabricada de las empleadas. Para esto luchamos con uñas y dientes.
Armani ha declarado la guerra al negocio de la moda. "Yo no quiero trabajar así, es inmoral". La vejez no tiene glamur ni para el Rey Giorgio y el gran modisto pide que se relaje el ritmo de producción, se pasa a la liga ecológica. A la lista de los que pensamos que el valor de las cosas y su precio no son sinónimos. La noticia debería tener más cobertura que los conteos o los desmanes de Trump con el enemigo público que no sucumbe a tiros ni bombardeos.
Más catálogos de lluvia y menos colecciones primavera-verano. Atesoremos registros infantiles, glosarios de vuelos de pájaro. Todo cabe. Nada ocupa lugar. Ahora que hemos viajado al fondo real de nuestro armario, vistámonos de brisa. De arena. De césped mojado.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora