El anticoronavirus de Sara ha sacado de la UCI a mi amiga médica. La carta de la niña y su muñeco estimulan por fin sus fibras, las del alma, las que han dormido el sueño de los tubos, inmunes al perjuicio de las citocinas y a la erosión del respirador. Bosteza a la vida en la planta y manda audios que todos celebramos, sabíamos que era una mujer cumplida: lo que aplaudimos es que la visite algo tan vital como el aburrimiento.
"Qué carta… más emotiva… le quiero contestar…". Apuntala la voz con su voluntad, con las uñas con las que se hinca a una nueva etapa. No han podido cerrarle la traqueo, fona con dificultad. "…en cuanto pueda escribir… porque… escribir todavía no puedo…". Su gratitud viaja por las redes agujereada de hipoxia, con pausas en las que se traga un acantilado entero, las palabras arrancan el vuelo como gaviotas, principiantes de abismos, recién salidas del nido. "…pero estaré mejor… y le quiero contestar… gracias otra vez, Rosana…". Le mando un audio. Le mando el canto de los pájaros desde mi balcón. Los geranios de mi barandilla, después de guardar las mascarillas que Rafa pone a secar y bailan con la brisa.
Intento ser la niña Sara en mi confinamiento. No quejarme del encierro. Llenar cada poro de este cielo que también desfila por las ventanas de los hospitales, que nunca se capta igual desde un cabecero con toma de oxígeno.
Sedimento estos días los recuerdos de la semana. Mi tercer día de confinamiento se parece vertiginosamente al primero. El tiempo se ha remansado como en la novela de García Márquez, dibuja espirales, repite nombres, empresas, infortunios. Quiero asimilar la lúcida ceguera de Úrsula Iguarán que "se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas". El aire del salón se ha espesado y el espacio-tiempo sigue una nueva ley que ya no es newtoniana.
Rocío y yo volvemos a hacer tortitas. Volvemos a naufragar con las tortitas. Me imagino la hechura de dos astronautas envejeciendo con cuentagotas a años luz de la gravedad terrestre, la oxidación de nuestras células se remansa frente a la campana y la encimera. Volveré al hospital en dos semanas y todos exhibirán una piel más ajada que la mía, habrán cumplido quince años mientras yo cumplía quince días.
Mastico las tortitas crudas, abortadas, las peores siempre caen en mi plato y recuerdan al icono del virus en los listados de pacientes. La tarde está detenida. Volveremos a la guerra de croquetas. A la lucha de cachorras. Al baile de las sillas. A tragarnos dos horas de Friends y a oír las quejas de Rafa por las risas enlatadas. Dos vecinas hacen círculos en el terrado de enfrente, sus cabezas brotan y desaparecen de mi vista con velocidad lineal. Una cadencia. Un segundero. El azul de la mañana vuelve a poblarse de nubes preñadas y parece que el reloj sale de su pasmo. Al menos ahí afuera. Es un privilegio que la pandemia sea en abril y nos regale variación atmosférica. Un desfile de luces y sombras.
Empiezo a tener hechuras de coleccionista. El remanso y la delectación del que clasifica sellos, monedas, vitolas (mi abuelo tenía un álbum de vitolas). Una vocación rancia, desacelerada. De quien se recrea en la búsqueda, en el orden y en la exhibición de sus presas.
Seré ecléctica. Mi rastreo será inmaterial. Quiero tomar nota de las noticias o gestos que traigan oxígeno. El taxista ovacionado en Madrid, por ejemplo, que trasladaba gratis a los enfermos hasta el hospital, el que les hacía la colada (ambos premiados con la colecta del equipo sanitario). El profesor rural que da clase por walkie-talkie en la Galicia profunda. El consorcio de seguros que diseñó una póliza gratuita para nosotros. La iniciativa de las editoriales catalanas por "apadrinar" una librería con el lema "Desconfinemos los libros".
También quiero archivar escenas de esta semana: mi hijo, que de pronto descubre que ha asistido a su última clase sin saberlo (no volverá a pisar el colegio). Mi hija que le pinta las uñas a la perra o coloca los platos en la segunda balda y ya no se pone de puntillas (cuando salga no le valdrán las sneakers con las que empezó el encierro). Rafa escribiendo con la chapela de Guradi puesta. Mi madre ejercitándose por el pasillo con un brik de leche en cada mano y la barba bíblica de mi padre, que ya no recuerda el olor de una peluquería.
La abuelita de la residencia, que confundió una calza con un gorro y se cubrió con ella, le sacaba orejas de Mickey. La enfermera que duda si es alcohólica porque sueña que va de bares, la madre de O. al teléfono, agradecida de que le llevara unos guantes aunque estuviera lloviendo (las manos descarnadas por debajo de la persiana, su voz asustada).
El policía que paró a mi compañera sin más, ¿cómo van Ustedes?, y aprovechó para preguntar cómo se ponía la mascarilla, dónde el azul y dónde el blanco. Y los mandiles nuevos, donados por algún productor local, desplegados con gran jolgorio en la mesa de reuniones. El olor del plástico para forrar los libros, la excitación de primer día de curso. El coordinador descifra el patrón del mandil y pronto emerge dentro de él con mirada de charcutero. Una le pide un kilo de chuletas, otra un arreglo para caldo. La que practica mindfulness a diario le escribe un rótulo en la tripa: Todo pasará, fuerza compis.
Y la carta de la niña Sara, pieza principal. El hilo invisible que abrió en el aire hasta el oído rescatado de mi amiga, el tesón con el que ella lo hizo amarre.
Mi colección no se ordena por categorías, sólo sigue el eje del afecto. Nunca llenará las vitrinas de un museo, pero es patrimonio. Riqueza. Un catálogo prodigioso del aliento.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora