Día de San Jordi y el chat del móvil se llena de rosas y corazones. Es un San Jordi inusual, los libros que pasan de mano en mano lo hacen en una transacción fría de portal, guante y mascarilla. Las rosas que llegan no tienen tacto ni espinas.
Reviso la estampa de mi mesilla y cuento hasta catorce títulos. Una confusa liana que podo cada trimestre como el que se afeita la barba. Los disperso por las estanterías, nunca los clasifico, les someto a una convivencia híbrida y luego enloquezco buscándolos.
El montón es variopinto. Desde libros objeto (Por el olvido, escrito por Saraiba e ilustrado por Paula Bonet) hasta una conjugación francesa que rescaté de mi cuarto infantil para que mi hija la consultara. Libros de amigos (Paco Inclán, Roberto Gironés) y de autores consagrados (Capote, Duras), novela, cómic y hasta volúmenes solidarios (Estigma, de Ediciones Fragile, que compila vibrantes testimonios de enfermos). Cuando no estoy en un proyecto de escritura, mi glotonería hace que los consuma en crudo, sin cocinar, sin aditivos, como una bulímica mordida por el insomnio que se atraca de croquetas congeladas en el suelo de la cocina.
Les quito los lápices que se han quedado atrapados entre líneas (nunca hay lápices suficientes por mi casa) y los someto a un último examen antes de condenarlos a la espesura selvática de la estantería, antesala de un olvido que puede durar décadas. Muchos están sin acabar, otros son relecturas. Anoto en la primera página el mes y año en el que les hinqué el primer bocado; me gusta la instantánea que imprimen de mi instinto lector, con los años me sorprende una nota, un subrayado, un ticket del cine, una lista de la compra.
Esta es la raza a la que pertenezco, la raza lectora. He decidido que no se extinguirá. Elijo bien el verbo: decidir, porque entre una decisión y un sueño ya hay medio trozo de ese sueño en pie. Somos muchos los que hemos decidido esto. Cada 23 de abril estamos juntos en ello.
Este año de pandemia los altavoces de la feria no me llegan desde el parque. El césped ha crecido como la maleza en mi mesilla y nadie lo pisa en dirección a las casetas. Cada feria del libro me paso a saludar a amigos autores o libreros, profesores de la Escuela de Escritores o algún editor al que persigo entre el bochorno y la fe. A veces me propongo bajar sin el monedero para no picar; es un fracaso anunciado.
Este año el silencio en el parque urde su propio relato. Los editores se han quedado sin librerías, el frágil tejido que habían levantado en la última década tiene las constantes amenazadas, satura muy bajo.
Tengo una novela en la recámara y ya no sé a quién acudir estos días. Cuatrocientas páginas y un año de tanteos fallidos para publicarla. Es una novela de locos y loqueros. Pululan por el antiguo manicomio de Valencia, enloquecen juntos, se pringan, se condolecen, pelean y se quieren. Enmarañados en los años de la Transición, en aquellos años 70 en que el país se daba la vuelta como un calcetín, igual que ahora pero sin tanta tragedia. Hay violencia, hay sexo. Alguien debería publicarla. Pero la locura es una experiencia en mate, sin brillo, al otro extremo del mundo satinado donde el lector aspira a perderse con la imaginación. Ancla los pies en un fondo oscuro, el fondo que nos gusta maquillar, si no borrar directamente.
Todavía no he decidido si una novela es como un hijo o como un matrimonio. Pasa por las mismas etapas que un amor lento y largo. No tan lento al principio, cuando sobreviene el flechazo con la historia, el primer calentón. El noviazgo deriva en compromiso y el compromiso atravesará periodos de tropezón y dudas. Hay que proveerse de unos guantes de boxeo y aprender a esquivar derechazos al hígado, igual que en un matrimonio. La última etapa, la publicación, es el asalto más desigual porque no conozco las normas. Convertirse en un feriante de sí mismo es la experiencia más alejada de la primera página, de aquél recogimiento, aquél embeleso con seres y atmósferas donde el autor no figuraba. Si dura demasiado se pierde el interés. Si termina felizmente hay aplauso pero no hay culminación, porque el novelista ya anda perdido en otras lianas y no lo confiesa. La promoción se convierte en una farsa velada: se vende un antiguo amor, un producto que, como los hijos, ya ha dejado su nido y es una vieja nostalgia que te visita de vez en cuando.
Una editora amiga me manda un mensaje lleno de aliento y la llamo para auscultar el pulso del gremio. Mi libro no encaja en su catálogo pero me pide que no deje de escribir. Me aconseja, me conecta con otros editores. Yo le pido que no deje de editar. Experta en reinvenciones personales, veterana del oficio y ágil como una ardilla, me cuenta su peripecia con la misma hipérbole que le conozco hace años. Confío en que aguantará el pulso de estos meses, ella tiene miedo pero "hacemos todo lo posible". Me cuenta los reflejos con los que se han organizado y le digo que no se aleja mucho de lo que hemos hecho en los hospitales. Son primera línea también. Sabe de otras editoriales que están con tiritona. "Está el mundo revuelto ─me cuenta─, pero yo confío en mi equipo, nos conocemos mucho, debemos tener ánimo a pesar del entorno…". Se apoyan en las ventas desde su web, cuidan mucho el empaquetado, el objeto-regalo, no desatienden el hilo con sus lectores. "Nadar y guardar la ropa", resume. Han hecho un ERTE y han pedido un crédito, pasarán como puedan este semestre. Fraccionan los pagos y cuidan todos los elementos de la red para que no colapse. Todos los nudos del tejido están en vilo: distribuidora, imprenta, premios, ferias. Son una red y se miran con recelo, "hacemos acuerdos entre todos para ganar tiempo y que esto se ponga en marcha otra vez". Se ha programado la feria de Valencia en septiembre, la de Madrid en octubre, "para no desesperanzar, pero no creo que se haga". El gran zarpazo ha sido hoy, San Jordi: en un día venden lo que una semana en la feria de Madrid, "no sabes cómo se pone esto, ¡no se puede ni caminar!"
Consigue que me inscriba en el newsletter de su editorial, no quiero recibir más correos pero no logro resistirme. Promete no invadir mi bandeja, es una vendedora nata. Cuando cuelgo miro las rosas del parque y me digo que sí, que San Jordi puede celebrarse también desde un balcón. Yo me he sacado una silla plegable y la brisa es fresca pero no engarrota. Abro mi libro y lo examino despacio. No es el último de la civilización. La máquina de la cultura aguanta el pulso, el monitor parpadea, el oxígeno fluye despacio.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora