"Cuando despertó, el dinosaurio aún estaba a su lado". El célebre micro de Monterroso anticipa el espíritu del lunes. La llave de contacto enciende en mí una avalancha de latitudes remotas y me vuelve a confundir los planos. Salgo de un sueño donde no había sueño. Sólo llevo diez días sin conducir al trabajo y la cabina del coche se me antoja ajena, un mundo clausurado pero extrañamente pegado a mis talones. El cambio, el navegador, el volante: todo lo que no he repasado con alcohol ni lejía y me arroja de pronto su virulencia era un frente borrado de mi campo visual. El arrullo de los locutores en la radio, la tentación de mi mundo aparte con García Márquez. La mole de la ciudad que va plegándose en el retrovisor y la autopista desierta que rastrea el mar. Todo pertenece a un vendaval que no sé si me sorprendió a m´ o a un desdoblamiento mío. Tampoco sé si me ganó el pulso. Hoy me hago la prueba.
Excitación, alboroto, ruido de alas alrededor de la sala de extracciones. Algunos visten ya el pijama, otros vienen de paisano porque están en casa. Nos escrutamos, anotamos los cambios, las permanencias. Pasamos lista en silencio, celebramos el encuentro. Desde que empezó la pandemia nos hemos acercado, humanizado, yo diría que infantilizado. Me recuerda al grado de comunión de los grupos de teatro amateur a los que me sumé de joven. Cuanto peor salía la obra, más hermandad y más risas. Pero este es un ánimo tonto que nos sienta bien. De tanto jalearnos hemos acabado creyendo que somos especiales. Un médico y yo nos alineamos en las mesas de extracción y descubrimos el antebrazo. Reímos con un punto de histeria y soltamos las clásicas chanzas. Desfilan también las empleadas municipales que van a domicilios y las limpiadoras. Hay escepticismo con la prueba, pero al menos es algo. No es el premio gordo, es la pedrea.
Luz bordea la mesa de su consulta y se detiene a un metro de mí para trasladarme el estado de las cosas. Quince llamadas el sábado y cinco de ellas para ambulancia e ingreso. El virus destapa ahora moribundos atrapados en su misma red de arrastre. Hay quien practica un encierro suicida y hay quien se deja incluir en la 'orgía' del desconfinamiento. Luz desatiende mi cara de susto y va más allá: con todo, lo que más le preocupa es el malestar emocional. No sabe qué decirles. No sabe llevar los silencios. Los llantos. "Lo demás tiene tratamiento y lo conocemos: esto no". Ha dejado de acotar recetas de ansiolíticos y cree que dopar a la gente no aguantará a largo plazo.
Me hace bien y mal tenerla tan cerca. Es más que una vecina de consulta. Su ilusión por una medicina rural, real, honesta, hecha con el corazón, las pestañas y las uñas llenas de tierra me hace salir cargada de ínfulas y proyectos que luego me agotan. Me ha vuelto a enredar en un grupo de trabajo psicosocial, le cuento. Ella tampoco da abasto, "no podía imaginar que sentiría estrés en la pandemia". Le prometo urdir algún plan con los servicios sociales.
La trabajadora social está confinada. Llamo. Pregunto. Su marido tiene síntomas, ella no tardará. O no. Voces infantiles llenan el fondo de su charla sosegada y recia. No están en lo psicológico, "sólo apagamos fuegos en lo económico". Bomberas de la brecha social. Niños que no tienen ordenadores. Ayudas de comedor recicladas en ayudas alimentarias para los hogares de rentas bajas. La incertidumbre. Los ERTE. Unidades familiares sin recursos pero expuestas a la trituradora de los pagos. Me invitará a la reunión de equipo del próximo lunes.
Duelos agudos. Viudas inconsolables. Una familia al rojo vivo por la vuelta prematura de su enfermo a casa. Un chico que lo tiene todo y está empeñado en orquestar la destrucción de sus días. Larga lista de huidas del amor o del éxito. Un caché inigualable. Reproduce una y otra vez la cinta en la que protagoniza el drama perfecto, anhela ser la víctima más injustamente enterrada en el cementerio. Nadie confía ya en él, asegura, ha despejado magníficamente el campo. Sólo le quedo yo. Trago saliva. "Eres la única, haré lo que sea…". Hago mi papel y me llevo también mi Oscar, puedo llegar a creérmelo cuando le inyecto mi fe. Confiar en alguien puede ser el último mástil que enderece un cuerpo deshuesado. Una efímera vertical. También puede que no signifique nada. Sólo una inútil ganancia de tiempo.
"Tu curso de octubre debe hacerse vía telemática". Se me para la respiración. Entre los cruces de fijo y móvil se me ha colado la enfermera coordinadora y me recuerda que figuro en el programa para el año que viene. Balbuceo, vacilo, arrastro un sí mientras veo otra llamada entrante en el monitor. Un curso telemático. Sí, claro… Asiento sólo porque necesito colgar, deshacer un nuevo entuerto, hacer de sparring con otro familiar airado o con otro suicida colgado de un acantilado. Luego ya me reiré de mí misma, cuando tenga un respiro. Un curso virtual sólo me parece apto para ingenieros de la NASA.
Salgo la última y pregunto por la salud de las limpiadoras que me abren la puerta. Todas bien. Quieren lo mismo que yo, que la prueba descubra una infección pasada. R. hinca el mocho en el piso y se balancea sobre él mientras me habla de anticuerpos. No sabe los tecnicismos, pero lo tiene claro. Queremos encerrar al genio en la botella otra vez, pisar firme, ser los antiguos dueños de nuestros cuerpos tal como éramos.
La normalidad no lo será, será una anormalidad asimilada. Monstruosamente normal. Un largo baile que no termina cuando se encienden las luces. Algunos internistas hablan de "danza". Pelearnos con la R de contagio y mantenerla en torno a uno. Cerca del cero liquidamos el país. Más allá de 1.2 ó 1.3 la curva se dispara. El sendero es estrecho y cruza un abismo, como esos puentes colgantes sobre el vacío hechos de tablas que parecen gelatina.
Me viene a la cabeza la película de Sydney Pollack Danzad, danzad malditos. Los rostros exhaustos de los concursantes son los que desfilarán por las ventanillas de los ambulatorios, del Inem, de los servicios sociales. Una extensa galería de gente que niega la extenuación, se mueve sin avanzar, una mejilla en un hombro, una pierna renqueante. La figura desigual, descuajaringada, de cada pareja y todos haciendo como que bailan. El conductor del show, con el micrófono amplificando consignas rabiosas, y el público como un panóptico que domina la instantánea del fracaso.
El baile del que hablo era un baile agarrado, sin distancia social. Pero lo creaba el instinto de un pueblo puesto contra las cuerdas.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora