covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 26º)

1/05/2020 - 

Entro a trabajar pero hay una distancia enorme entre mi despacho y la sala, un terreno baldío donde avanzo con dificultad esquivando escombros y matas secas. El pabellón es nuevo. La enfermería está excitada, me ignora, se mueve rápido dibujando ochos como abejas en un panal. Se me informa de que mi compañera ha caído enferma y está en una de las camas. Debo sustituirla de inmediato. Me acerco a darle ánimo y pronto estoy arrepentida de haber frotado su brazo en un gesto de aliento. La sala de psiquiatría se ha multiplicado, no veo el final del pasillo, cien enfermos pululan en el perímetro de un salón rectangular que carece de asientos y no advierten mi mirada. Tienen los ojos de yeso. Los examino brevemente por una ventana redonda y me derrotan. Bajo la mirada, descubro una caja llena macetas en mis manos. Las cogí en un cuartito similar a los cuartos de revelado, bajo una luz violeta. Eran flores preciosas y delicadas, turgentes a la luz irreal del cuartito. Ahora los pétalos están lacios y los tallos ceden como plastilina.

Me siento imbécil con la caja en la mano. Nadie me dice dónde dejarla ni dónde encontrar un EPI. Abordo la sala del café y hay un cuerpo extendido sobre la mesita, envuelto en plástico. Un tipo agrio hace la autopsia. Jamás un patólogo había subido hasta psiquiatría, me digo. Una de las enfermeras ayudantes me dice en voz baja que era un ingreso de anoche, que venía bien. Alguien lo auscultó y se paró. El tipo agrio me mira con cara de pocos amigos por distraer a su enfermera. No sé hacer nada. No estoy protegida. Busco un lugar solitario en el pasillo y deslizo mi espalda por la pared hasta quedar sentada. Hay una manta enrollada a mi lado, me servirá. Deseo tumbarme. La palpo y alcanzo un borde duro: la manta cubre un cuerpo quieto.

Muchos hemos cambiado en estos días el guión de nuestros sueños. Se sueña de noche y se sueña de día. El catálogo es diverso, desde pesadillas como ésta que me visitó anoche hasta sueños catárticos, liberadores, gustosos. Ensoñaciones bonachonas o golpes de mazo.

Sara Strobl, mi amiga ilustradora, ha creado una viñeta genial donde aparece torturada por una pesadilla de picaportes persecutorios: los dibuja malignos y carcajeantes, con el mango enrojecido por la congestión de nariz. En un programa de radio, la escritora Marta Sanz confesaba haber soñado con el patio de sus padres lleno de pangolines.

En el portal www.idreamofcovid.com, un catálogo anglosajón de materiales oníricos, Freud hubiera hecho chiribitas. Es un banco infinito de descargas nocturnas. Clasificados por temas, edad y origen del donante, los sueños destilan claustrofobia, amenaza y ansiedad de castración. Hay quien hace la compra desnudo y quien sufre la amputación de sus pies que son rellenados luego con monedas de penique. Los protagonistas sufren el efecto de bunkers, volcanes, pasos de frontera, juicios kafkianos, violentos registros policiales, confiscación de libros y burbujas monoplaza asfixiantes. Un menor de edad salvadoreño debe ir con su familia a un hospital bombardeado por cócteles Molotov. Los agentes disparan balas de goma. La categoría en la que ha caído su sueño reza: medicina, bombardeo, violencia, familia.

La soledad es otro elemento recurrente. Karaoke, uno de mis favoritos, ilustra la batalla de un veinteañero seductor que quiere impresionar a su chica y no logra que la máquina de karaoke reproduzca una canción ajena al coronavirus, ¿cómo hay tantas canciones sobre el virus?, se pregunta. Cuando da con una, el bar ya está vacío. En Sex tape, un treintañero aspira a ganar el premio al mejor vídeo erótico y es desclasificado. Descubre que su cinta le mostraba teniendo sexo consigo mismo.

La lista es larga. Incluye angustias derivadas de las llamadas Zoom y de la tecnología. En Delete, una cincuentona que cree borrar fotos de su cámara y está eliminando físicamente a los protagonistas de su galería).

The Third Reich of Dreams, el compendio en el que una periodista recogió cientos de sueños de la gente humilde del barrio judío de Berlín, se le toma el pulso a la crónica en crudo de una época. Corrían los años 30 y el poder nazi dibujaba la angustia colectiva en sus cabezas. Charlotte Beradt no se proponía un tratado científico ampuloso, sólo había intuido el valor documental del inconsciente colectivo para retratar una atmósfera enrarecida. La válvula de escape de la gente que se acostaba con la bota de Hitler en el cuello. La autora eludía la vigilancia policial con argucias de adolescente que evita los ojos curiosos de una madre y apelaba a nombres familiares para etiquetar a los gerifaltes nazis. Tío Hans, tío Gustav y tío Gerhard se correspondían con Hitler, Göring y Goebbels.

El libro sobrevivió, se publicó y está descatalogado, pero el New Yorker lo reseñó en noviembre del año pasado sin adivinar lo premonitorio de su esencia. Rescataba el esfuerzo de esta mujer judía como catadora y recolectora de almas en tiempos de opresión. El coronavirus había saltado ya en noviembre de los pangolines a los chinos, en unos meses saltaría también a sus sueños. No se me ocurre manera más vibrante y real de sedimentar el espíritu de una época. En las historias de los soñantes está la médula de lo que estamos viviendo.

Cierro la página y me detengo en la luz horizontal de la tarde. La noche nos traerá nuevo material por toda la ciudad, nuevas conexiones y misterios. Compruebo cómo el calor seco de Poniente se ha asentado en el barrio, lo ha vuelto abotargado, perezoso. Las pocas personas que se mueven por Viveros lo hacen con empacho. Llegan voces infantiles y arrullos paternos.

De pronto un helicóptero cruza el cielo y deja caer consignas borrosas con el rumor de las aspas. Colaboración… medidas extraordinarias…muchas gracias… El idilio de las alamedas se abre en canal con su estruendo, la primavera se ha vuelto coercitiva, distópica. El panóptico de Foucault es una libélula metálica con altavoces. ¿Cómo no he soñado aún con helicópteros?

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

Noticias relacionadas