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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 35º)

13/05/2020 - 

Soy oncológica, persona de riesgo. Tengo fiebre hace tres días. Mi oncóloga lo atribuye a la quimio pero ve indicado que me hagan la PCR. Mi médica de primaria coincide en este punto y me tranquiliza, pero no podrá coger la muestra hasta el lunes. Hoy es martes, ¿así pretendíamos pasar a la fase1?

Me escandalizo. También yo formo parte de la constelación de médicas que atienden a esta mujer (atendían, ahora sólo somos amigas), mi trozo de la tarta es su miedo. Hago llamadas y se estrellan como los huevos que tirábamos al Ministerio de Sanidad allá por los años noventa, cuando éramos estudiantes en huelga, protestas que resbalaban despacio por una fachada y se perdían en un reguero lento y turbio, desperdiciado. La paciente recibirá llamadas de su médica a diario, pero las torundas para coger la muestra llegarán el jueves, se me explica, a última hora, y el viernes no sale valija hacia el hospital; su frotis de garganta debe dormir en un ambulatorio cerrado hasta el lunes y el laboratorio que lo analiza no está en nuestro hospital sino en uno mayor, más lejos, viaje de ida, viaje de vuelta: Willy Fogg daría la vuelta al mundo más rápido que la muestra de esta persona.

En otros lugares del país disfrutan su fase 1. En Mallorca mi prima pasea por una ladera e intercepta varias familias de guiris que se abrazan y besan dispuestas a un picnic primaveral. Les dice de todo. Lee a Kipling en inglés pero con ellos usa el idioma de Cervantes. Cuando la ningunean los manda a la porra en su lengua. Me lo cuenta todo en un audio donde me acusa de ser muy naif por confiar todavía en el género humano.

Pero soy tozuda, no desembarco. Con sus fallos, sus letargias y desencuentros, sigo pensando bien de las personas que remamos para cambiar el estado de alerta por el del cuidado. A las siete, en el primer paseo de la perra, he visto a los pavos reales abriendo sus colas hacia el despuntar de la mañana y me ha embargado la emoción de una epifanía. Uno de ellos parecía ya una pantalla satélite cuando he llegado, se movía con gravedad, una reina del carnaval con toneladas de abalorios lastrando su paso. Los demás lo han copiado en canon, abrían el plumaje y se me antojaba el ensayo de un festival pirotécnico para público cerrado.

Foto: AMOL MANDE/PEXELS

Epifanía: según la RAE significa mostrarse o aparecer por encima. En estos días de confinamiento atiborrados de series, una de ellas me asesta un golpe suave y me abre los ojos. Es Doctor en Alaska. Como el esplendor de los pavos con la aurora, este producto exótico vuelve a visitarme para dejar que Chris, el filósofo que radia sus divagaciones por las ondas de radio K-OSO, hable sobre el arte de la medicina. "Es la unión de la perspicacia con la compasión ─resume─ y se basa en la creencia de que todos y cada uno somos importantes, que todos somos iguales y vivimos bajo el mismo cielo".

No son palabras nuevas. Hablan del humanismo, nada que no sepa. Todo sigue por descifrar. Ni siquiera sospechaba que yo le iba detrás a una definición aclaratoria. Lo que hacemos no se busca ni se explica. Sólo sucede. Te visita. Se vive. Es. Pero estos días el espíritu indagatorio está abaratado y todo el mundo deseamos conocer el sentido de nuestros actos.

A. viene todos los días a que le hagan su cura. Le pido a la enfermera que la haga subir para que nos veamos las caras y los ojos centellean por encima de su mascarilla. Ha pasado por el hospital y ha superado el Covid gracias a una médica perspicaz y compasiva. Sin ella estaría muerta, pero no lo sabe. Nadie quiere tampoco recalcárselo. Su médica que contaba la odisea con ella y me decía que, con todo, prefiere las enfermedades físicas a la psiquiatría. Que no se cree capaz de desarrollar mi paciencia.

Foto: H.BILBAO/EP

A mi paciente le pongo la silla a metro y medio pero enseguida la corre y se planta alegre con los codos en mi mesa. Escondo hasta la última carpeta y le devuelvo la sonrisa. Tenía un grano en el culo, me cuenta. Una loca con un grano a la que su médica explora por un hilo telefónico es fácil de arrinconar, máxime en tiempos de pandemia. Pero mi compañera lleva en su médula esa máxima: la de que todos y cada uno somos importantes. Merecemos ser mirados con ojos de descubrimiento. La hizo venir y enseguida le estaba poniendo una ambulancia. Lo del Covid positivo vino después, de momento estaba salvada de una sepsis fulminante.

Quiere que sepa de su ingreso. La dejo enrollarse cuando la sala de espera está libre y lo tiene bien aprendido; hoy no ha visto un alma en los bancos de fuera. Le recuerdo que la mascarilla va por encima de la nariz pero pronto la deja caer otra vez porque se ahoga, tiene que contarme tantas cosas. Traza con el dedo un mapa sobre mi mesa donde debo imaginarla a ella en el box y a la enfermera mala que no le daba agua y a la buena que le trajo un zumo. Las líneas de sus dedos parecen fosforecer sobre la chapa oscura. Traerá bombones para mi compañera y para mí, está tan contenta del informe que le hizo para conseguir unas medias compresivas sin pagar que no ve más allá. No sabe que casi la palma. Le digo que no merezco los bombones pero igualmente me va a traer una caja. Cruzo los dedos para que recuerde que hay que dejarlos en el mostrador y repaso con un chuf-chuf de lejía toda la consulta en cuanto me deja. Mesa, silla, teléfono. El teclado, calibro, ha caído en zona libre, la pantalla también. Pronto mi compañera se sentará para comentarme otro caso agudo y se levantará con el culo del pijama mojado como premio.

"Caja Roja, ¡ja voràs qué bó!". Como me pilla hablando por teléfono le hago una mueca e indico que los deje abajo, pero ella se encoge de hombros y se despide ufana, los deposita sobre la silla. El resto de la mañana, nadie tocará los bombones ni se sentará frente a mí, pero el cartón plastificado me vigilará desde la silla como un objeto radioactivo: el contador Geiger carraspea en mi cabeza el resto de la mañana.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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