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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 36º)

15/05/2020 - 

Tengo una forma curiosa de estar exhausta. Primero paso por la furia (ayer increpaba a la consellera en la radio del coche, como mis pacientes hacen con la tele), después viene la tristeza.

Tarde de lluvia en el parque infantil. Columpios quietos, esquinas fragantes, sombras estiradas por los caminos. Un colocón de melancolía. Rocío y yo avanzábamos entre los balancines precintados y la perra peinaba con el hocico el misterio bajo los setos. Yo esquivaba mis pensamientos, mi hija los caracoles que habían tomado el asfalto. Bajamos la mirada y concentramos el paso, íbamos retirándolos hacia el césped según sus pequeños relieves se adivinaban en la penumbra. Rocío cogió uno del tamaño de una nuez y se lo instaló en la muñeca con instinto de naturalista. Intenté urdir una historia de indefensión y de mamá y de papá pero ya no colaba. El segundero se había detenido; papá y mamá están a punto de ser una lata. Cortó mi afectación con una mirada cruda y enmudecí al instante. La descubrí híbrida, indefinida, entre una infancia que empieza a ser sólo un dolor lejano y la mujer que vendrá pero no conocemos. Hoy salva caracoles conmigo, me dije, pronto no podrá salvarse de sí misma.

Nos sentamos en el bordillo con Marcelo. El caracol ya tenía nombre, pero ella vacilaba entre la excitación y el rigor exploratorio. Le tocó un cuerno y lo retrajo, dijo haber descubierto su pupila. Le hablaba con impostura, luego se asqueó, gritó y me pidió que se lo retirara de la muñeca; el parque, como ella, se me antojaba una encrucijada de tiempos, de estados de ánimo.

Me había atravesado una congoja viva al pisar el primer caracol. Me sentía impelida a salvar al siguiente, y al siguiente, y a todos. Después me cansé del juego, ahora sé que me recordaba demasiado mi lucha por atender a todo mi cupo sin dejar a nadie atrás. Estos días llego a casa con una expresión tan rígida que Rafa no para hasta hacerme hablar. Primero devoro la ración de lasaña o lentejas que ha apartado para mí y es el único repunte del viejo brío que yo tenía antes.

El trabajo sube como una marea sucia estas semanas, nos pringa, nos envara, nos convierte en fingidores. Hay que educar en la no atención, pero no estamos entrenados para ello. No nos gusta discriminar sino acompañar. "Necesito una visita, Doctor", "Pues yo creo que no la necesitas…". Va a haber reclamaciones a saco, me anuncia un compañero, también con otros especialistas, con Primaria, con todos.

"¿Qué vas a cenar, hijo mío? Nada porque me acabo de tomar el bote de detergente…". Se extingue el minutero con las urgencias, los maniacos zumban, los suicidas dan el salto. Un señor que jamás había tocado a su esposa intentó sofocarla y después no recordaba nada. Gastamos saliva, teléfono, suela por los pasillos, los pulpejos se nos funden tecleando. Pero el eco de los que esperan un día y otro día nos acompaña hasta casa ("mañana llamaré a fulanita, sin falta"). Una cosa es que un paciente necesite un vistazo ─razona V., que le ha explicado a una compañera de Primaria el nuevo horizonte de la salud mental─, otra cosa es que crea que lo necesita. Las guardias, coincidimos, son revueltas otra vez, las agendas petan, los teléfonos chillan. Muchas plantas de psiquiatría ofrecen ahora habitaciones individuales y la falta de camas, que ya era sangrante, nos deja anémicos. Pero siempre hemos trabajado así, a la espera del siguiente recorte, ¿de qué sueño me despierto? La ovación de las ocho nos hizo gracia primero, ahora constato que nos ha hecho mucho daño.

Busco mi definición en este parque infantil que parece el no lugar: un parque que ha perdido la vocación de serlo. Un espacio que se abre a un sinfín de líneas, de sonidos, de ocupantes. Un lugar sin nombre, como el caracol antes de llamarse Marcelo.

"Fíjate, mamá, mi vida molaba un montón y no me daba cuenta…", razonaba Rocío con los dedos entretenidos en el cuerno diminuto del animal. No llegarán refuerzos, me digo, y seguiremos achicando agua por mucho tiempo. "No quiero volver a quejarme por nada", se impone la pequeña. Ella no lo sospecha, pero me inyecta el ánimo que yo había dejado fuera, junto a la verja.

Leo estos días a Noah Higón, la joven estudiante que trastabilla por la vida con 7 enfermedades raras y el cuerpo cruzado de cicatrices. "Solo os pido un favor ─dice en su brillante recopilatorio De qué dolor son tus ojos─, sed la vida que a mí me falta".

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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