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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 43º)

19/06/2020 - 

Las rejillas del aire no cambian su gesto neutro pero son más tristes en festivo. Cubro el pasillo de camino a urgencias, su fatiga de neones que parpadean, la crepitación de los ventiladores. Manuel me ha llamado para decirme que lo admiten en medicina. Está feliz. Le felicito, le mando mi amor estéril, desinfectado, no quiero que el hartazgo que siento contamine el aplauso de su padre, sus abuelos, su hermana que se ha aburrido de decir que ella no, que no le van las batas blancas. Me siento orgullosa, aliviada, pero mi cansancio aplana la curva del entusiasmo. "Sé que la medicina es agridulce, mamá", me ha dicho muchas veces. La responsabilidad no le frena porque no la ha vivido, sólo vislumbra la épica. No he sabido contestarle a qué hora vuelvo. Nunca hay una hora.

Me detengo frente a la máquina de café y mis suelas dejan de crujir, en el silencio del sábado somos dos soledades que se dan la mano. De niña en La Fe era la máquina prodigiosa y el vasito humeante, el sonido hueco de los cinco duros, el chasquido, el runruneo del chorrito dulce y el botón del azúcar apretado tres veces para luego rebañar el poso con el dedo. Mi padre salía a recibirnos en pijama quirúrgico y avanzaba despacio con las manos en los bolsillos, remolón y complacido, detrás de los bailes y los derrapes que yo ejecutaba por el pasillo encerado. El Doctor Moco Verde era la chanza de mi enfado no dicho, la punzada del abandono, pero yo me sentía singular y vibrante en la salita de reuniones, llené la pizarra verde con una parrafada en alemán para que presumiera delante de los colegas. A los veinte, en la universidad, seguía juntando galones para su medallero.

Ahora mi hijo cierra el ciclo, o lo reabre. Como los Buendía, reedita los vicios de la estirpe, se vuelve repetidor. Yo no tenía que ser médico, son los hombres de mi familia los que empuñan un bisturí o un tubo de Guedel. Mi hermano estaba a punto de morir de tanta expectativa y yo me lancé a salvarlo de la avalancha. Con los años he sabido que no salvé a nadie, tampoco hubo sacrificio alguno. Las leyes no dichas y los mandatos familiares son como los ruedines con los que entramos en el mundo, apuntalan el primer impulso. Después la historia toma sus propios vericuetos, su forma natural.

Foto: KAROLINA/PEXELS

Apuro mi café en el mostrador, froto mis manos en gel y la emprendo con el teclado más manoseado de la urgencia. Ya no muerde, no tiene uñas y dientes. Hay un trajín desapasionado de sillitas, camas y familiares. Una nueva geografía (espacios Covid y no Covid), el espacio ha menguado como un jersey que encoje en la lavadora. El miedo ya no nos deja acalambrados. Suena el teléfono y la supervisora lo coge, "¿cómo? Vaya tela… sí...colgando…a ha…aviso al trauma". Un señor con el dedo amputado ha embocado el hospital por la puerta equivocada y viene de Maternidad. La enfermera tuerce la comisura, consulta una lista, se pierde por el pasillo con paso apretado, "esto es surrealista, ya", rezonga. Yo río con malicia porque me digo que sería peor que una parturienta entrara por trauma. Y abandono el barullo del mostrador para buscar un despacho.

Cosas de hospital. Historias. Anécdotas que removemos con el café como azucarillos. Pronto mi hijo juntará las de su familia con las de cuño propio. Batallitas que su abuelo desgrana repetidamente y que la demencia va mondando hasta dejar en su esqueleto deshidratado. Manuel sabe todo el anecdotario de su universidad de posguerra y de su medicina colonial en África, lo provoca como a un ventrílocuo, se divierte a mandíbula abierta. Se deja de ser médico pero no se abandonan las historias, la medicina es narración o no es nada. Acuñadas y moldeadas por la escucha, esas escenas se hacen autónomas de nosotros. Si un profano acude a una cena con más de un médico la tiene clara. Somos muy pesados.

Pero sin relatos no hay oficio, al menos la que mi padre conoció. Era un tráfico de historias. Mi época ha sido de transición, la de mi hijo: un mero flujo de datos. Se nos despoja del tiempo que precisa contar y escuchar. Se nos pretende meros operarios del data entry, de la tarea embrutecida que exige la eficiencia en cadena. Henry Marsh, el neurocirujano y escritor de Confesiones, propone el lenguaje como elemento de resistencia, como puente contra la distancia que se nos marca entre nosotros. "Saber qué tienes ─señala el autor de una reseña que he compartido con los residentes─ es distinto de saber lo que te pasa".

Foto: KHAIRUL NIZAM/PEXELS

La narrativa no debería haber dejado de estar de moda. Acaban de tumbarnos un proyecto, leo en mi correo, sobre la clínica de la subjetividad. Mi amigo e historiador Enric Novella se lamenta en un largo email y todos le decimos que no se rinda. Mi papel consistía en reseñar textos y cómics cuyos autores elaboran para conjurar su experiencia con la locura. Aparte de ser un digno investigador, Novella es el mejor contador de historias que conozco. Fue el primer residente de psiquiatría al que oí contar en sesión el dolor veraz de un enfermo y no una ristra de síntomas. En la memoria del proyecto proponía la vuelta a la "indagación humilde, detenida y paciente de caos y experiencias individuales".

Pero el siglo XXI se propone libre de papel, de verbo, de presencia o elementos para el intercambio. Esta semana acudí a un domicilio de un hombre delirante al que no había visto nunca. Me mandaba su médica de cabecera y debía meterlo en una ambulancia en media hora. "¿Y cómo sé yo que Usted es una doctora?", me espetó con suma educación. Caí con todo el equipo. Era un psicótico vivo y escurridizo como una ardilla, sus ojos me escrutaban lento mientras yo balbuceaba una explicación. Saqué mi cuño de recetas del maletín pero antes de mostrarlo el bochorno ya me tenía en jaque, "¿y si Usted ha comprado ese pijama que lleva puesto y ese cuño?". Solté un rollo sobre la medicina digital que no le valdría ni para envolver el bocadillo y cuando el equipo del SAMU entró en el salón, con sus EPIs completos, sus preguntas rituales y su eficiencia desapegada, sentí que me hacía incolora y parpadeante como un holograma.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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