"Entonces… ¿cuántos años vivieron en la cueva?". Se hace un silencio de ventiladores en el saloncito abarrotado. La señora P. me hace un gesto medio pasmado y admonitorio. Ya me había dicho que no quiere que su hijo la oiga, no debe preocuparse. La conozco más de diez años y me cuesta darle crédito a su secretismo, a esta nueva timidez. Me mira con sus ojos inteligentes y me impacta su cansancio, me pregunto por qué no lo he notado hasta ahora. Está hecha una abuela. Las madres de mis enfermos nunca lo son. Si están cansadas nunca lo muestran, no tienen permiso. Inasequibles al consumo como las velas de una capilla, no hay más allá para ninguna de ellas: la madre de un psicótico no debe acabarse nunca.
Durante años mantuve charlas sobre su hijo. Siempre era L. el protagonista. A menudo eran monólogos de angustia o de esperanza, de insomnio, de vértigo, del dolor de los ojos del pueblo puestos en él. Me hacía llegar llamadas al 112, kilómetros de rastreo de madrugada, el cansancio de sus pies siempre alerta. Besaba los comprimidos de litio antes de dárselos.
Ahora, en una hermosa inversión de papeles, es él quien pide que la visite con urgencia. Su celo hacia ella es fanático y siempre concluyo que lo ha exagerado. Que el que se muere de miedo ahora es él. O que la madre se ha usado a sí misma de excusa para que le eche un vistazo de rutina al hijo. Pero hoy abre la boca y empieza. Y es ella. Habla. Ya nadie puede pararla.
Empieza por la foto de su familia, ha creído que la miraba. En un retrato grave y lamido por el tiempo sonríe su madre, casi una niña, con gesto abierto y dulce. "¿Has visto qué guapa era?". La historia que irrumpe después desmiente el reposo de su mirada, la placidez que el fotógrafo arregló a su alrededor. No ha contado nunca estas cosas asegura, y me cuesta entenderlo porque sólo son escenas del hambre. No cualquier hambre: el hambre de la posguerra. Una tras otra, desovilla las anécdotas del desespero que la ruina familiar ensartó en los años cuarenta. "Después de una crisis, no tan fuerte como la de ahora…", y me estremece su ingenuidad, la de sus cuatro años que es cuando arranca el desarraigo. La "pequeña crisis" ha quedado guardada como un aroma fuerte, un fogonazo, y son cuatro o son tres años, no puede recordar, pero sí sabe de un campo de trigo en la noche y de su madre con la pequeña en un brazo y con el otro apartando espigas para que las cuatro dejaran el pueblo sin ser vistas (su padre ya estaba empleado en la ciudad). Muchos les habían fiado y no tenían con qué devolverlo. Habían perdido el negocio familiar después de comprar ganado con un crédito que luego no se pudo cubrir. Los bancos no estaban para bromas, la Guardia Civil tampoco. Pienso en la primera posguerra española y no pienso en nuestras crisis de ahora, pienso en la depredación pura. Asisto a la odisea de los Joad y Las uvas de la Ira en versión hispánica va cobrando color y movimiento en mi cabeza, ya no va a dejar de hablar ni yo de escucharla.
Una olla de barro que simula llevar el almuerzo a la fábrica de azúcar y vuelve llena del dulce granulado, unos colchones hechos con la broza del maíz, un puente bajo el cual una vecina aseguraba que no corría agua y pronto sería su campamento. Un camión de cartón donde se encarama una niña y roba dos huevos, la zarpa del Guardia Civil y el chasquido de carga de las escopetas. Una higuera como escondite, una bofetada, el gran pecado de robar, casi más grave que el de pedir.
Miro el reloj de reojo y sé que no puedo permitirme esta visita, que pronto me sonará el corporativo, que saldré más allá de las tres. Lo urgente me reclama, aunque hace días que no sé qué es lo urgente porque sólo me lleva la marea y me despierto soñando que no sé ni darle al botón de centralita, que todo lo que hago es vano y he olvidado cómo replicarlo. P. sigue y yo anoto mentalmente, anoto una comunión de pueblo y un vestido pobre sin gasas ni tules, la mano de un cura que la retira del centro de la fila con la excusa de que es la más alta. Anoto otra mano, la del padre que la retira airado de la fila y no la deja completar la procesión. Hay manos de todo tipo, manos que pasan las páginas del libro para los niños de la casa y señalan unas cuentas vetadas para ella, manos de ocho años que friegan con tanta eficacia que prueban prendas cada vez más sucias (los trapos, las bragas). No falta la mano de un amo gelatinoso que la escurre por su cuello y la hace correr de espanto para no volver. De vez en cuando irrumpe mi cabeza psiquiátrica y se pregunta si demencia, si depresión. P. tiene los ojos húmedos pero no rendidos. "Estoy bien, doctora, estoy bien, sólo es que me siento aquí horas y horas y me caliento la cabeza". Mi escucha literaria le dice a la psiquiátrica que no hay síndrome ni tratamiento, sólo un gran silencio que acaba de romperse como un poro a presión. Es el silencio de la pobreza.
Han pasado tres cuartos de hora y me levanto aprovechando la llegada del hijo. Revisamos la medicación, la sabe "de cabeza" pero es ella quien me la recita. No me permite marchar sin enseñarme las cicatrices de sus cinco operaciones, las plantas, la verdura del huerto y la foto de comunión del hijo. El marido dormita frente a la tele con las persianas bajadas y le hemos despertado para admirar la foto de su boda que languidece en la vitrina. Esa P. de veinte años es tersa, turgente, y mira directo a la cámara porque el marido que lleva del brazo tiene la cara de un actor de Hollywood. Le hago un elogio de cortesía y ambos ríen. Ella ha empezado por la capa profunda de sí, ahora conozco el manto y la corteza.
Por supuesto, éstas que vuelco aquí no son las anécdotas de su vida sino las de mi abuela, mi suegra y todas las mujeres de posguerra que he escuchado. Todas son una misma madre: la que amamantó a la España moderna pero firmaba con un garabato. Su voz rasgada me sigue hasta la Unidad, se me cruza en los portales abrasados en los que espero que me abran y soy la pequeña lavandera que va a sufrir un desmayo en el terrado donde tiende la colada. El paseo de mi perra a las siete me ha privado del desayuno y puedo transportarme a la debilidad del hambre con la que ella contaba los días que faltaban hasta la carne del domingo. Al síncope que sufrió en aquél terrado y la hizo descubrir el cordero y la leche a diario.
¿De dónde sale tanta fuerza? Sean pequeñas o grandes, las crisis siempre dejan al descubierto mujeres como estas. Termino la jornada, aprieto las llamadas, los informes, las visitas, en una contrarreloj que me deja volver a casa y volver al saloncito de P. y escucharla de nuevo. Ahora es la señora Joad, la lúcida matriarca que Steinbeck retrató en su célebre novela. Hacia el final del periplo familiar, el marido claudica y admite la humillación del relevo: "¡Curioso! Una mujer haciéndose con el control de la familia. Una mujer diciendo haremos esto, iremos allá. Y ni siquiera me importa". Ella, que acaba de despedirse del hijo que más quiere y el que mejor la entiende, no vence las rodillas. "Una mujer puede cambiar mejor que un hombre ─dijo Madre consoladora─. La mujer tiene la vida en los brazos. El hombre la tiene toda en la cabeza". Y después de darle esperanzas de tener una casa pronto añade: "El hombre vive a sacudidas... un niño nace y muere un hombre y eso es una sacudida… compra una granja y pierde su granja y eso es una sacudida. La mujer fluye, como un arroyo, con pequeños remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue adelante". Su determinación es granítica, el cuñado exige una explicación a su optimismo. "¿Qué es lo que va a impedir que todo se pare, que la gente se canse y se tumbe?". Y Madre, tras reflexionar un instante, admite lo difícil que le resultan las palabras, pero insiste. "Incluso estando hambrientos… incluso estando enfermos; algunos mueren, pero los que se quedan se hacen más fuertes. Intentad vivir al día, sólo al día".
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora